La física es, quizá más que ninguna otra ciencia, una historia de preguntas incómodas y respuestas revolucionarias. Desde la Antigüedad, los pensadores trataron de explicar los fenómenos naturales con intuiciones filosóficas. Heráclito, por ejemplo, ya intuyó que el cambio era la única ley constante del universo, un principio que siglos más tarde encontraría eco en la termodinámica y en la cosmología.
El verdadero salto vino con la sistematización del método científico. Hoy nos parece obvio que física y psicología compartan la misma herramienta básica de trabajo: la observación rigurosa, la hipótesis y la comprobación experimental. Pero costó siglos desplazar las supersticiones y establecer la ciencia como la forma fiable de conocer la naturaleza.
El siglo XX fue testigo de un avance frenético. Se exploraron las partículas elementales, se midió la temperatura del universo en sus primeros segundos y se formularon teorías sobre los límites últimos de la realidad, como la longitud de Planck: la escala mínima en la que tiene sentido hablar de espacio y tiempo. Incluso se llegó a especular con la existencia de un cuanto de tiempo, el cronón, introducido en 1927 por Robert Lévi. Aunque hoy sigue siendo una hipótesis, refleja bien la obsesión de la física por indagar hasta el límite de lo concebible.
La física es también una disciplina de contrastes: desde el entusiasmo casi infantil de Niels Bohr por las películas del oeste hasta las ecuaciones que describen cómo un cuerpo cae en el vacío con aceleración constante. Son estas pequeñas grandes verdades las que terminan alimentando tecnologías tan cotidianas como un escáner médico o un satélite de comunicaciones.
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