El veneno que paraliza el corazón y que Agatha Christie convirtió en un arma narrativa: su origen está en la caza africana

El veneno que usaban tribus africanas para cazar elefantes fue la clave silenciosa en algunos de los asesinatos más ingeniosos de Agatha Christie.
El veneno que usaban tribus africanas para cazar elefantes fue la clave silenciosa en algunos de los asesinatos más ingeniosos de Agatha Christie

Durante siglos, la humanidad ha confiado en el filo de una flecha para cazar, defenderse o hacer la guerra. Pero mucho antes de la pólvora y el plomo, ya se conocía el devastador poder de lo invisible: el veneno. No cualquier veneno, sino sustancias extraídas de raíces, semillas o cortezas que, con apenas una gota, convertían una herida superficial en una sentencia de muerte. Este conocimiento ancestral, compartido entre culturas de África, Asia o Sudamérica, no solo forma parte de la historia de la medicina o la botánica, sino también de la historia del crimen.

Lo que comenzó como una técnica de caza evolucionó en un refinado arte de matar, sin ruido, sin lucha, sin huellas. Y esa eficacia silenciosa pronto fascinó también a la literatura. No es casualidad que en la ficción criminal, desde Conan Doyle hasta los thrillers contemporáneos, el veneno haya sido siempre un recurso narrativo seductor. Mata a distancia, sin testigos, y exige del lector una atención microscópica para entender cómo se cometió el crimen.

Agatha Christie, sin duda la gran maestra de la novela de misterio, convirtió a estos compuestos químicos en auténticos personajes. En sus manos, el veneno no era solo un medio para asesinar, sino una parte fundamental del enigma. Ella no necesitaba escenarios sangrientos ni persecuciones: bastaba una taza de té, una cápsula mal medida o una simple dosis camuflada en un medicamento. Su conocimiento farmacéutico, adquirido durante su trabajo como dispensadora durante la Primera Guerra Mundial, le permitió crear tramas donde la muerte era tan realista como elegante.

Uno de los ejemplos más fascinantes de esta alquimia narrativa es el uso de venenos de origen natural como el curare o la estrofantina, sustancias empleadas durante siglos en África y América para untar armas de caza. Mientras otros autores fantaseaban con brebajes imposibles o pócimas de laboratorio, Christie prefería explorar el potencial criminal de sustancias reales y documentadas, algunas apenas conocidas incluso por médicos de su época.

La estrofantina, por ejemplo, es un veneno de origen vegetal tan potente como indetectable. Derivada de una planta africana y utilizada originalmente para cazar animales salvajes, terminó siendo formulada como medicamento para el corazón... y empleada por Christie como herramienta letal en al menos tres de sus obras. Es un caso extraordinario de cómo una sustancia que surgió en contextos rituales y de supervivencia se coló en la literatura británica para ejecutar crímenes perfectamente orquestados.

Para entender el alcance de esta relación entre ciencia, crimen y narrativa, te dejamos en exclusiva con uno de los capítulos más sorprendentes de Venenos literarios, el libro de Kathryn Harkup que desvela cómo la autora de Muerte en el Nilo no solo jugaba con el intelecto de sus lectores, sino también con los límites mismos de la toxicología. Publicado por la editorial Pinolia, este ensayo nos permite mirar con otros ojos las novelas de Christie… y sospechar, quizás, de esa copa de vino o ese vaso de agua que parecen inofensivos.

Veneno para flechas, de Kathrym Harkup

Los venenos siempre han tenido un cierto atractivo tanto para los escritores de novelas policíacas como para los lectores. Con los venenos, el asesino no siempre tiene que estar presente en el momento de la muerte, lo que amplía el abanico de sospechosos. Las pistas pueden deducirse de los síntomas que presenta la víctima antes de morir. Si se confirma la identidad de la sustancia letal en la autopsia, se especula sobre quién podría tener conocimiento de tales venenos y la oportunidad de hacerse con ellos. Cuanto más oscuro es el veneno, más difícil es identificarlo y más se puede especular para mantener al lector en vilo.

Sin duda, los escritores buscan algo nuevo e inusual para intrigar a su público. Quizá por eso los compuestos poco conocidos que se utilizan como venenos para flechas en lugares remotos del mundo y que no dejan rastro en la autopsia se han convertido en un cliché de las historias de misterio y asesinatos. Muchas de estas sustancias, tanto reales como inventadas, se han empleado para deshacerse de personajes sin dejar pistas evidentes que puedan facilitar la resolución del misterio.

Mientras otros escritores de novelas policíacas buscaban en todo el mundo y en su imaginación compuestos raros y letales, Christie se adentraba en los recovecos más profundos de la farmacopea en busca de sustancias mortíferas desconocidas. Ciertamente, no era ajena al uso de venenos para flechas en sus historias, pero también era consciente de que sus lectores podían esperar ese tipo de cosas. Parte del atractivo de la escritura de Christie es que no suele hacer lo que se espera de ella y su uso de venenos para flechas no es una excepción.

La historia del veneno para flechas

El veneno para flechas es un término amplio. Durante miles de años, personas de todo el mundo han untado sus armas con compuestos tóxicos. Una pequeña cantidad de sustancias cuidadosamente seleccionadas en la punta de una espada o una flecha puede hacer que incluso un simple rasguño resulte mortal. Los guerreros y cazadores han utilizado todo tipo de ventajas químicas proporcionadas por las plantas y los animales, dependiendo de la disponibilidad local y del uso que se le fuera a dar al arma. Si el objetivo es simplemente matar al enemigo, lo más adecuado es una toxina de acción rápida. Pero si se quiere comer lo que se mata, hay que tener cuidado de que el veneno elegido no mate también al cazador.

En algunas partes de Sudamérica, el curare era la sustancia preferida para untar las armas de los cazadores. También era una opción muy popular entre los escritores de novelas de misterio a principios de siglo. Christie conocía bien el extracto tóxico de la planta Strychnos toxifera. Se lo descubrió su mentor en una farmacia de Torquay, que la estaba ayudando a prepararse para los exámenes de asistente de boticario. Según le explicó el farmacéutico, el curare era el preferido de los cazadores sudamericanos porque era mortal cuando se introducía directamente en el torrente sanguíneo, pero no se absorbía en el organismo a través del intestino, lo que significaba que era completamente seguro para el consumo.

Una flecha con punta de curare disparada a un animal lo hace caer y quedarse inmóvil muy rápidamente. Desde el torrente sanguíneo, el curare se distribuye rápidamente por todo el cuerpo, donde interactúa con los nervios que controlan el movimiento. El resultado es la parálisis. Por lo tanto, los cazadores no tienen que alejarse mucho para recoger su presa, aunque es posible que el animal aún no esté muerto en ese momento. La parálisis que detiene a estas criaturas también afecta a los músculos que controlan la respiración, lo que finalmente les causa la muerte.

El curare y los venenos para flechas en general aparecen en varias historias de Christie. Cuando una víctima cae muerta repentinamente al suelo sin motivo aparente, a menudo hay testigos que culpan a «los venenos para flechas de los indios sudamericanos». Estas referencias son siempre muy irónicas y se descartan rápidamente como pistas falsas, a veces incluso antes de que se revele el verdadero compuesto asesino. Parece que Christie se burla con delicadeza del tópico del veneno de flecha y nunca utilizó el curare para matar a ninguna de sus numerosas víctimas. Era demasiado conocido y demasiado obvio. Sin embargo, su formación farmacéutica le permitió conocer otros venenos de flecha, algunos de los cuales no dudó en utilizar.

Debido a sus efectos pronunciados en el organismo, muchos venenos para flechas han sido investigados por su potencial médico, y algunos han resultado ser muy útiles. Los extractos de curare, por ejemplo, ligeramente modificados químicamente y utilizados de forma adecuada, son beneficiosos en cirugía, especialmente en cirugía abdominal, ya que la inmovilidad que producen permite mantener los músculos quietos durante la operación, causando menos daños.

Una sustancia muy diferente, la aconitina, un alcaloide altamente tóxico que se encuentra en especies de plantas del género Aconitum, se ha utilizado en el pasado para envenenar flechas y lobos en Europa. También fue utilizada por Agatha Christie para matar a un personaje de su novela El tren de las 4:50. Este compuesto tuvo una breve moda como aplicación tópica para tratar las articulaciones dolorosas, ya que su interacción con los nervios provocaba una sensación de entumecimiento o hormigueo. Cuando se hizo evidente que la aconitina era demasiado tóxica para ser fiable incluso en dosis mínimas, y con beneficios médicos mínimos, se abandonó. Christie señaló que la aconitina había pasado de moda en medicina cuando escribió sobre ella en 1957, aunque no menciona su antiguo uso como veneno para flechas.

África también disponía de una fuente práctica de sustancias tóxicas para añadir a las puntas de las flechas. El filósofo griego y «padre de la botánica» Teofrasto (c. 371-c. 287 a. C.) escribió sobre una sustancia tóxica que los etíopes untaban en sus flechas. Se cree que se trata del mismo veneno utilizado por los somalíes, los ruandeses y muchos otros pueblos africanos, procedente de varias especies de plantas de la familia Apocynaceae. Se decía que era tan potente que podía matar a un elefante. Esta letal incorporación a sus armas les permitía cazar con mayor eficacia animales de gran tamaño y también les ayudaba a resistir a los colonizadores y a los traficantes de esclavos. Agatha Christie utilizó el componente clave de este veneno para flechas, la estrofantina, purificada y preparada como medicamento para el corazón, para matar a tres esposas en tres historias diferentes entre 1937 y 1958.

Si el nombre estrofantina te resulta desconocido, no eres el único. Pocos fans de Christie habrían oído hablar de él cuando se publicaron sus historias sobre la estrofantina. Era una elección inusual como medicamento para el corazón, ni siquiera era especialmente conocido en los círculos médicos. La estrecha diferencia entre la dosis terapéutica y la dosis letal de estrofantina era una clara desventaja en medicina, pero una ventaja para una historia de misterio y asesinatos. Se necesitaban cantidades tan pequeñas para matar que los toxicólogos habrían tenido dificultades para encontrar pruebas de su presencia en una víctima de asesinato. La estrofantina también tiene un origen exótico y una historia fascinante. Parecería el veneno perfecto para un escritor de novelas policíacas.

La primera de las tres víctimas de Christie es Valentine Chantry, que muere tras beber una ginebra rosa mezclada con estrofantina en el relato corto Triángulo en Rodas. La señora Laxton es la segunda víctima, esta vez inyectada con la misma sustancia para provocar su muerte en El caso de la vieja guardiana. Tal y como cabría esperar de una historia de Christie, descubrir quién es el responsable de estos asesinatos es el misterio que los lectores deben resolver antes de que Hércules Poirot y miss Marple revelen todo. La tercera muerte por estrofantina de Christie es donde subvierte varias expectativas.

El título de la obra de Christie de 1958, Veredicto, puede sonar como un drama judicial en la línea de su exitosa obra Testigo de cargo, que había sido llevada al cine el año anterior y nominada a los Óscar. Sin embargo, se trata de un drama doméstico que se desarrolla en un salón repleto de libros. Sí, hay un asesinato, pero no hay misterio sobre quién lo cometió, ya que Anya Hendryk es envenenada por Helen Rollander ante la mirada del público.

Anya, casada con el brillante profesor Hendryk, padece esclerosis diseminada (ahora más conocida como esclerosis múltiple), una enfermedad degenerativa con la que puede vivir durante años, pero que finalmente la matará. No hay cura y la única atención médica disponible es paliativa. Parte de este tratamiento continuo es un potente medicamento para el corazón, la estrofantina. Helen, una joven y atractiva estudiante, se ha enamorado del profesor Hendryk. Pensando que el profesor estaría mejor con ella en lugar de con su esposa inválida, Helen le da a Anya una sobredosis de su medicamento para el corazón.

En las tres historias, Christie hizo hincapié en el uso médico de la estrofantina y solo en su uso médico. Los venenos indetectables para flechas se utilizaban tanto en la ficción que quizá pensó que nadie se creería historias de exploradores famosos y venenos conocidos solo por tribus africanas remotas. Pero en el caso de la estrofantina, todo era cierto.

Estrofantina

A partir del siglo xv, los europeos desarrollaron un interés creciente por el continente africano, lo que tuvo como efecto secundario que se expusieran cada vez más a los venenos locales para flechas. Algunos barcos que transportaban invasores europeos ni siquiera podían atracar bajo la lluvia de flechas mortales que lanzaban desde la costa. Sin embargo, parecían aprender muy poco de estas experiencias. En 1505, los portugueses descubrieron que la madera del árbol Acokanthera schimperi se utilizaba para fabricar veneno para flechas. Fue la primera información nueva sobre los venenos africanos para flechas desde la contribución de Teofrasto y poco más se añadiría durante los siguientes 350 años.

En 1858, el doctor David Livingstone (1813-1873), famoso explorador, misionero y médico escocés, se embarcó en una expedición al Zambeze para descubrir nuevos y extraños mundos y recolectar con audacia cualquier espécimen interesante que encontrara allí. Livingstone iba acompañado por el doctor John Kirk (1832-1922), otro médico y naturalista escocés, al que se le había encomendado la tarea de encontrar plantas que pudieran explotarse comercialmente de alguna manera.

Fue durante esta exploración de seis años por el interior de África cuando los dos escoceses descubrieron el kombé, un veneno tan potente que una sola flecha con la punta impregnada en él podía derribar a un búfalo. Los cazadores recolectaban las semillas de los frutos largos y delgados, o folículos, producidos por las plantas de Strophanthus, una enredadera leñosa que crece entre los árboles. Las semillas se machacaban en un mortero hasta formar una pasta y luego se les añadía el jugo lechoso de una planta de euforbia para que la mezcla tóxica se adhiriera a las flechas. Los búfalos alcanzados por estas flechas envenenadas eran rastreados hasta que se quedaban rezagados del rebaño. Los cazadores tenían que esperar pacientemente a que el animal se derrumbara antes de poder acercarse a él con seguridad. Se cortaba y se desechaba el tejido que rodeaba la herida de la flecha, pero el resto del animal se podía comer.

Kirk recogió muestras del veneno junto con algunas flechas y las guardó en una bolsa donde también guardaba su cepillo de dientes. Una mañana, mientras se cepillaba los dientes, notó un sabor amargo. Su pulso, que estaba elevado debido a la fiebre, disminuyó significativamente. Era evidente que lo que contenía el veneno tenía un efecto poderoso en el cuerpo y, en concreto, en el corazón.

Kirk envió muestras de kombé, así como partes de la planta de la que se obtenía, al Real Instituto Botánico de Kew Gardens, en Londres, donde la planta fue identificada como Strophanthus hispidus. Thomas Richard Fraser (1841-1920), profesor de medicina clínica en la Universidad de Edimburgo, también se interesó por las muestras de Kirk. En 1870, Fraser logró aislar un compuesto puro de las semillas de la planta Strophanthus kombé. Clasificó el compuesto como un glucósido, señaló su pronunciado efecto sobre el corazón y lo llamó estrofantina.

En esa época, muchos otros científicos investigaban las propiedades de los venenos para flechas y su origen vegetal. En 1888, Léon-Albert Arnaud (1853-1915), un químico autodidacta que trabajaba en París, investigó dos venenos para flechas africanos diferentes. El primero era utilizado por los somalíes, que elaboraban su veneno para flechas hirviendo la corteza y las raíces del árbol ouabaio (Acokanthera schimperi, véase más arriba), mezclando el extracto con jugo de acacia y concentrando el resultado en una sustancia negra similar al alquitrán que llamaban «ouabe». Arnaud aisló el componente activo del «ouabe» y lo denominó ouabain. Observó los efectos que esta sustancia tenía sobre el corazón y que eran similares a los del compuesto estrofantina aislado por Fraser.

En otra investigación, Arnaud aisló el compuesto activo de un veneno para flechas diferente utilizado por los pahouins del norte de Gabón, al que llamaban «inée» u «onaye». Este veneno para flechas se obtenía de la liana Strophanthus gratus, del mismo género de la planta que había investigado Fraser. Sin embargo, este compuesto era diferente al de Fraser, pero idéntico a la ouabaína que Arnaud había aislado del árbol somalí.

El resultado fue el hallazgo de dos sustancias tóxicas en varias especies vegetales diferentes. Uno de los compuestos, procedente de Strophanthus kombé, se denominó k-estrofantina para distinguirlo de la g-estrofantina que se encontraba en Strophanthus gratus, S. hispidus y algunas otras especies de Strophanthus, así como en Acokanthera schimperi. Ambas sustancias pertenecen al grupo de sustancias químicas denominadas glucósidos y, debido a su potente efecto sobre el corazón, se conocen como glucósidos cardíacos.

Venenos Literarios de Pinolia

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