Cruzadas fallidas, ambiciones reales y la última gran expansión cristiana

A comienzos del siglo xiii surgen sucesivas convocatorias papales para emprender nuevas Cruzadas. Los Santos Lugares continuaban en peligro y, para su protección, órdenes militares universales (templarios y hospitalarios) e hispanas (santiaguistas y calatravos) se entrenaban sin descanso.
Constantinopla fue un codiciado enclave estratégico por su situación geográfica. En la imagen, los cruzados luchan para conquistar la capital bizantina en el año 1204
Constantinopla fue un codiciado enclave estratégico por su situación geográfica. En la imagen, los cruzados luchan para conquistar la capital bizantina en el año 1204. Fuente: Wikimedia Commons.

En la península ibérica, tropas castellanas dirigidas por el rey Alfonso VIII y arropadas por un grupo de caballeros de las órdenes militares de Calatrava y Santiago fueron derrotadas por el ejército almohade del califa Al-Mansur en Alarcos (Jaén). El 19 de julio de 1195, el monarca castellano ordenó el ataque sin esperar el apoyo de sus aliados navarros y leoneses, lo que propició la victoria de los musulmanes y la pérdida de los principales enclaves defensivos cristianos de la zona. Se perdió la villa de Calatrava, sede de la orden militar del mismo nombre, cuyos caballeros tuvieron que replegarse más al norte dejando en manos musulmanas un amplio territorio que hasta entonces había servido de colchón protector de Toledo, la capital castellana.

La derrota de Alarcos obligó a Alfonso VIII a acordar una tregua con el califato almohade que se prolongó quince años, un periodo de tiempo que fue aprovechado por las órdenes militares hispánicas para mejorar el entrenamiento de sus monjes-guerreros. En 1210, el papa exhortó a la cristiandad a seguir combatiendo contra los musulmanes. Los caballeros de las órdenes universales (templarios y hospitalarios) fueron los primeros en acudir al llamamiento del santo pontífice. Apoyados por su maestre de Acre, los templarios de la península ibérica iban a jugar un papel importante en el esfuerzo de reconquista que impulsarían los reinos hispanos unos años después.

El control de Constantinopla

A miles de kilómetros de la península ibérica, el Imperio bizantino seguía controlando los estrechos entre el mar Negro y el Mediterráneo desde Constantinopla, lo que convertía a la ciudad en un punto vital para el ingente trasiego comercial en aquella inmensa región. La ruta de la seda hacia China, a través del Turquestán, permaneció abierta durante varios siglos y la llegada de los varegos (vikingos procedentes de Suecia) supuso al principio una amenaza, aunque pronto se convirtió en una nueva baza comercial.

A comienzos del siglo xi quedó abierta la ruta comercial del Danubio y las mercancías también viajaron a Occidente a través del Mediterráneo y de la ruta terrestre que unía Tesalónica y Dyrrachion. En aquella efervescencia comercial, el centro neurálgico del poder y del comercio era Constantinopla, una ciudad que exhibía espectaculares palacios e iglesias repletas de valiosísimas obras de arte.

Los bazares de la capital bizantina vendían los productos más variados provenientes de los rincones más lejanos de la tierra. Sus mercados comerciaban con objetos de metalurgia, orfebrería islámica, esmaltes, tintes y sedas de China, marfiles africanos y especias de la India. Aunque lo más preciado eran las piedras preciosas y el oro.

La ocupación cristiana de Bizancio, llevada a cabo durante la Cuarta Cruzada, fue atroz en cuanto al nivel de violencia y destrucción que allí se vivió. A la dcha., habitantes de la capital bizantina ruegan clemencia al invasor.
La ocupación cristiana de Bizancio, llevada a cabo durante la Cuarta Cruzada, fue atroz en cuanto al nivel de violencia y destrucción que allí se vivió. A la dcha., habitantes de la capital bizantina ruegan clemencia al invasor. Álbum.

Ruptura religiosa

Tras años de disputa por cuestiones litúrgicas, en el año 1054 se produjo el «Cisma de Oriente», cuya consecuencia fue la definitiva ruptura del papado romano con la Iglesia Oriental. El papa León IX envió una delegación a Constantinopla para proclamar la autoridad pontificia y, de paso, amenazar con la excomunión a los jerarcas bizantinos. En contrapartida, el patriarca de Constantinopla Miguel I Cerulario excomulgó al papa y rompió toda relación con Roma.

Aquella ruptura entre las dos Iglesias coincidió en el tiempo con el debilitamiento del Imperio bizantino en el siglo xii. De forma sucesiva, Constantinopla perdió la Italia bizantina y sufrió los primeros ataques violentos de los otomanos, que ocuparon el interior de Anatolia, unas tierras estratégicas que hasta entonces le habían proporcionado a Bizancio la mayor parte de víveres y hombres para su poderoso ejército. Aunque el escenario había cambiado, los bizantinos parecían ajenos a los negros nubarrones que se cernían sobre sus cabezas.

Anatolia, conocida por los antiguos como Asia Menor, era el granero del Imperio Oriental. Si en los ricos valles florecían los olivares, los árboles frutales y los campos de cereales, en las altas tierras pastaban miles y miles de cabezas de ganado. Gran parte de aquel vergel pasó a manos de los turcos. Asentados en las fronteras del Imperio Oriental, los guerreros otomanos organizaban frecuentes incursiones contra el territorio bizantino. La crisis se agravó en el año 1204, cuando los caballeros de la cruz, azuzados por interés del duque de Venecia y resentidos con la Iglesia de Bizancio, invadieron Constantinopla.

Aquel drama comenzó dos años antes, cuando el papa Inocencio III hizo un llamamiento a una nueva Cruzada al que acudieron miles de cruzados europeos que se fueron reuniendo en las afueras de Venecia en la primavera de 1202 para tratar de llegar a Palestina por la ruta marítima. Pero aquel contingente de hombres no tenía un objetivo claro ni tampoco un líder capaz de dirigirlos. El duque de Venecia, Enrico Dandolo, convenció al jefe de los cruzados, Bonifacio de Montferrato, de unir sus fuerzas para ayudar a Alejo IV a derrocar a Alejo III del trono bizantino, razón por la que cambiaron el destino de la Cruzada, dirigiéndola hacia Constantinopla.

Tiembla las fortalezas

La puesta en marcha de la Cuarta Cruzada coincidió con un terremoto que sacudió con fuerza a Tierra Santa y dañó muchas fortalezas cristianas. Los fondos que había recibido el Temple desde Europa para organizar su participación en la nueva Cruzada tuvieron que ser utilizados para reconstruir sus castillos. Mientras la mayoría de los templarios permanecieron en Palestina reforzando sus enclaves, los cruzados partieron hacia Constantinopla, a donde llegaron en 1204.

Pronto desbancaron del trono a Alejo III y pusieron en su lugar a Alejo IV, que incumplió su promesa de pagar a los caballeros europeos los servicios que le habían prestado. Tras varios meses de continuos conflictos, los habitantes de Constantinopla derrocaron a Alejo IV y lo sustituyeron por Alejo V, lo que provocó la intervención de los cruzados, que conquistaron la ciudad y la saquearon brutalmente en abril de 1204. Cegados por la locura, los asaltantes destruyeron iglesias y palacios, violaron a las mujeres y mataron a hombres y niños.

Una vez concluida la orgía de sangre y destrucción, los cruzados establecieron un Estado latino, cuyos gobernantes dirigieron Bizancio con puño de hierro, manteniendo al margen del poder a los ortodoxos. Un año después de aquel desastre, el emperador Balduino de Flandes escribió al papa Inocencio III contándole que los templarios de su consejo le habían asegurado que la conquista de Constantinopla por los cristianos latinos supondría la unidad del mundo cristiano y contribuiría al éxito de la guerra contra el islam.

Pero la realidad fue bastante distinta. Los integrantes de la Cuarta Cruzada se dejaron embaucar por las promesas que les hizo Alejo IV de grandes cantidades de oro en pago a sus servicios. Nublados por la codicia, los cruzados destruyeron la ciudad cristiana que servía de colchón defensivo en el este frente al empuje del Islam. Tuvieron que pasar varias décadas para que las autoridades bizantinas pudieran volver a su capital. Pero el imperio que restableció Miguel III Paleólogo en el año 1261 ya no era la temible potencia oriental que había logrado contener el avance musulmán durante varios siglos.

Contra el poder almorávide

Tras el desastre de la Cuarta Cruzada, el papa Inocencio III convocó una nueva contra los almohades a instancias del rey Alfonso VIII. El monarca castellano quería fomentar el espíritu de reconquista para combatir a los musulmanes y, de paso, frenar los enfrentamientos entre los reinos cristianos, sobre todo el que mantenía el rey castellano con el rey navarro Sancho el Fuerte. El respaldo del pontífice a la Cruzada obligó a los reyes de León y Navarra a respetar la tregua con Castilla y a aportar hombres y pertrechos para la lucha que se avecinaba contra los infieles.

El ejército cristiano se dirigió hacia el sur al encuentro de las tropas almohades. Esta dinastía surgió en el actual Marruecos en el siglo xii como reacción a la decadencia religiosa y política de los almorávides, que fueron incapaces de detener el avance de los cristianos en la península. Una vez se hicieron con el poder en Al-Ándalus, los almohades avanzaron progresivamente hacia el norte con la intención de recuperar los territorios perdidos.

Con el recuerdo de la derrota que habían sufrido en Alarcos, los hombres dirigidos por Alfonso VIII llegaron a las tierras que rodean el actual municipio jienense de Santa Elena, donde divisaron a las tropas que estaban al mando del califa Muhammad An-Nasir, llamado «Miramamolín » por los castellanos. Algunas fuentes historiográficas hablan de setenta mil cristianos y ciento veinte mil musulmanes, pero muchos medievalistas actuales creen que el ejército cristiano debió estar compuesto por unos siete mil o diez mil hombres y el almohade por unos doce mil.

El pontífice Honorio III, incitador de la Quinta Cruzada, confirma la Orden de Santo Domingo dentro de la Iglesia romana.
El pontífice Honorio III, incitador de la Quinta Cruzada, confirma la Orden de Santo Domingo dentro de la Iglesia romana. ASC.

Triunfo cristiano

A primeras horas de la mañana del 16 de julio de 1212 el ejército cristiano se situó frente al enemigo, con los castellanos en el centro, los aragoneses a la izquierda y los navarros a la derecha. La vanguardia del cuerpo central iba comandada por Diego López de Haro, el hombre de confianza de Alfonso VIII, y justo detrás se encontraban los caballeros de las órdenes militares universales (templarios y hospitalarios) y los de las hispánicas (santiaguistas y calatravos).

La batalla comenzó con una carga de la caballería pesada contra las primeras líneas del ejército almohade, con su jefe en la retaguardia. En medio de brutales combates, se produjo el ataque de los ejércitos de reserva cristianos, cuyos hombres lograron romper el cinturón defensivo que protegía a «Miramamolín». En medio del tumulto y sin apenas espacio para maniobrar, los arqueros musulmanes no pudieron repeler la embestida de la caballería cristiana.

Los caballeros de las órdenes militares, entre ellos los templarios, lucharon con fiereza y al menos dos de sus jefes, los maestres del Temple y de Santiago, murieron en la batalla. Tras la derrota, An-Nasir abdicó a favor de su hijo y se retiró a su palacio de Marrakech. La victoria de las Navas de Tolosa supuso el principio del fin de la dinastía almohade, el definitivo retroceso de Al-Ándalus, que entregó a los castellanos los accesos a la Andalucía bética y al valle del Guadalquivir, y la consolidación del prestigio de las órdenes militares en la península.

Aunque la batalla no acabó con la presencia del Islam en nuestro territorio, sí fue importante para la consolidación definitiva de los cristianos en La Mancha. La frontera con Al-Ándalus pasó del sur de Toledo a Sierra Morena, lo que permitió a los castellanoleoneses controlar toda la plataforma central de la península ibérica. La victoria abrió también el período de las grandes conquistas del siglo xiii. Entre ellas, la del valle del Guadalquivir, la de Extremadura, la anexión de Murcia, la conquista de Valencia y Mallorca y la expansión de los portugueses hacia el Algarve. Esa fue la verdadera importancia de la batalla de las Navas de Tolosa.

El fervor religioso de los caballeros cristianos, que tanto contribuyó al éxito en la batalla de Las Navas de Tolosa, siguió siendo importante durante todo el proceso de recuperación de territorios en manos musulmanas. Pero también hubo otros factores que animaron a los caballeros y a los monarcas de los reinos hispanos, como el ansia de poder político, la posibilidad de acaparar nuevos territorios, el enriquecimiento por la vía del botín o el ascenso social a través de la guerra.

Fuerzas de élite

La definitiva incorporación a Castilla del espacio situado entre Toledo y Sierra Morena permitió la consolidación de la red de encomiendas de las distintas órdenes militares. Aquellas milicias eran minoritarias, pero estaban muy especializadas. Eran fuerzas militares de élite que a partir del triunfo en Las Navas de Tolosa incrementaron su poder y se convirtieron en uno de los principales brazos armados de los reinos cristianos en su esfuerzo de reconquista. Las ciudades y los nobles eran los que aportaban la mayor parte de los hombres a las campañas militares. Pero las milicias, sobre todo la prestigiosa Orden del Temple, ofrecían ideología, disciplina y gran conocimiento de la actividad militar y constituían una fuerza de choque permanente. Y esta última característica era importante, porque en aquel tiempo los ejércitos se disolvían una vez finalizada la guerra.

Mientras tanto, en Tierra Santa los templarios recuperaron su prestigio gracias a los maestres Gilberto de Érail, Felipe de La Plessi y Guillermo de Chartres, cuya inteligencia y buen gobierno hicieron olvidar los años que estuvo al frente de la Orden el funesto Gerardo de Ridefort. En Palestina y en los reinos cristianos de Europa, el Temple volvió a ser visto como una venerable institución religiosa y guerrera.

Muchos caballeros soñaban con la posibilidad de unirse a los templarios en algún momento de su vida. El renovado brillo de la Orden abrió las puertas a nuevas donaciones que incrementaron todavía más su ya importante patrimonio. Fue tal el capital que se reunió en aquellos años que pronto se convirtieron en prestamistas de príncipes y reyes europeos.

Animado por el éxito alcanzado por los ejércitos de los reinos cristianos en Las Navas de Tolosa, el papa Inocencio III convocó una nueva Cruzada en 1217, aunque su muerte la paralizó unos meses. Fue su sucesor Honorio III quien la retomó con la ayuda de los templarios, que buscaron financiación por toda Europa para llevarla a cabo. Alemanes, franceses, austríacos y húngaros acudieron a la llamada del nuevo pontífice. Pero, como ocurrió en otras ocasiones, la organización de la expedición militar fue un caos. Los caballeros europeos que iban llegando a Acre se unieron a los templarios y hospitalarios, que trataron de imponer un cierto orden entre los cruzados.

A la conquista de Egipto

Nada más desembarcar en Tierra Santa, el rey Andrés de Hungría dedicó su tiempo a la compra de reliquias. Una vez cumplido su deseo de adquirir objetos sagrados, el monarca regresó a su reino con parte de su ejército. Con menos hombres de los esperados, los cruzados se encaminaron hacia Egipto, con el objetivo de borrar al ejército mameluco de la faz de la Tierra. La expedición cristiana se dirigió al delta del Nilo para tomar Damieta, ciudad situada en la desembocadura y desde la cual pretendían conquistar El Cairo.

El 21 de agosto de 1219 se lanzaron sobre Damieta, pero los musulmanes rechazaron el ataque. Cincuenta templarios y una treintena de hospitalarios murieron en la batalla. «Al templario alemán Wolfram von Eschenbach le impresionó tanto el arrojo de sus hermanos de la Orden, que a su regreso escribió el poema épico Parsifal, en el cual convirtió a los templarios en los guardianes del Santo Grial», escribe José Luis Corral en su libro Breve historia de la Orden del Temple.

Finalmente, los cruzados sitiaron Damieta y la tomaron cuando la mayoría de sus habitantes ya había muerto de hambre. Tras la conquista de la ciudad, las tropas cristianas se situaron en un terreno muy pantanoso del delta del Nilo. Al advertir la posición del enemigo, los musulmanes abrieron las compuertas de agua de tierra adentro, lo que provocó la inundación del terreno que ocupaban los cruzados, que no pudieron maniobrar ante el ataque sorpresa de los mamelucos. El desastre que sufrió la Cristiandad aquel infausto verano de 1220 no desanimó al nuevo papa Gregorio IX, que hizo un llamamiento para organizar la Sexta Cruzada.

A pesar de haber sido excomulgado por el pontífice, Federico II, emperador de Alemania, se puso al frente de la nueva expedición militar en 1227. Al poco de desembarcar en Acre, el mandatario alemán se casó con Isabel, la hija de Juan de Brienne, rey de Jerusalén. Con un ejército de diez mil cruzados, de los cuales ni siquiera mil eran caballeros, Federico II se encaminó a Jerusalén. Cerca de la Ciudad Santa, el emperador llegó a un acuerdo con el sultán de Egipto, según el cual los musulmanes conservarían Hebrón y los cristianos obtendrían Jerusalén, Nazaret y Belén.

El rey aragonés Jaime I aumentó los dominios de sus reinos con la conquista de la isla balear (abajo); en su triunfo colaboró el Temple.
El rey aragonés Jaime I aumentó los dominios de sus reinos con la conquista de la isla balear (abajo); en su triunfo colaboró el Temple. Álbum.

Un monarca para Jerusalén

Los Santos Lugares de las dos religiones iban a ser respetados, pero los musulmanes tendrían bajo su control la explanada del Templo de Salomón y sus dos mezquitas, la de la Roca y la de Al-Aqsa. Esta última fue la primera sede que tuvo el Temple en Jerusalén, razón por la que los templarios se sintieron engañados y humillados por el tratado que había firmado Federico II.

En marzo de 1229, el emperador alemán entró triunfalmente en la ciudad y se proclamó rey de Jerusalén en una ceremonia a la que no asistieron los maestres del Temple ni del Hospital. Dos meses después, Federico II debió aburrirse del cargo y de la nueva corona que ceñía su cabeza, pues abandonó Palestina a toda prisa, dejando a la Ciudad Santa compuesta y sin rey.

Al otro extremo del Mediterráneo, los templarios y hospitalarios desempeñaron un papel importante en las campañas militares que emprendió el rey Jaime I de Aragón para la conquista de las islas Baleares (Mallorca y Menorca) que estaban en poder del príncipe almohade Abu Yahya. Los templarios también se implicaron en la conquista del reino de Valencia, concluida en 1238.

Cinco años después, el nuevo maestre del Temple, Amand de Périgord, llegó a un acuerdo con los musulmanes para que abandonaran las mezquitas de la Cúpula y de al-Aqsa, lo que facilitó el regreso de los templarios a Jerusalén. Pero la dicha duró muy poco. Meses después, el sultán de Egipto, Ayub, tomó Jerusalén y amenazó otras localidades cristianas. Las crónicas de la época cuentan que la iglesia del Santo Sepulcro fue saqueada e incendiada, lo que causó estupor en Europa, ya que era considerada una de las más veneradas del mundo cristiano. De los seis mil habitantes de la ciudad solo se salvaron unos trescientos.

El desaliento de los cristianos aumentó con la derrota de sus fuerzas en la batalla de La Forbie, cerca de Gaza, ante el poderoso ejército mameluco que encabezaba el general Baibars, que se convertiría en una pesadilla para los cruzados desde ese momento. En la batalla participaron unos trescientos templarios, de los cuales solo se salvaron treinta y tres. A partir de entonces comenzaron a cernirse negros nubarrones sobre los Santos lugares de Palestina.

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