¿Y si Berlín hubiera sido la Hiroshima nazi? El puente de Remagen que evitó la bomba atómica en Europa

Por un instante, la historia pudo haber sido muy distinta. Berlín, y no Hiroshima, pudo convertirse en el epicentro del primer ataque nuclear de la historia.
Un puente tomado a tiempo por los aliados evitó que Berlín fuera arrasada con una bomba nuclear
Un puente tomado a tiempo por los aliados evitó que Berlín fuera arrasada con una bomba nuclear. Recreación artística del puente original. Foto: ChatGPT-4o

En los meses finales de la Segunda Guerra Mundial, los líderes aliados afrontaban una decisión tan técnica como política: dónde, cómo y contra quién usar el arma más devastadora jamás concebida. El Proyecto Manhattan avanzaba con éxito, y las bombas estaban casi listas. Pero mientras Oppenheimer y sus físicos hacían historia en el laboratorio, en los campos de batalla europeos se libraban guerras paralelas, más silenciosas, pero igual de decisivas: misiones de sabotaje, espionaje científico y movimientos tácticos con consecuencias impredecibles.

Uno de esos momentos clave se produjo en marzo de 1945, cuando las fuerzas aliadas capturaron intacto el puente de Remagen, sobre el Rin, en Alemania. Aquel hecho militar —aparentemente menor en la escala de la guerra— permitió a los estadounidenses cruzar rápidamente hacia el corazón del Tercer Reich. Pero su verdadero impacto fue mucho mayor de lo que entonces se supo. Aceleró el colapso alemán y redujo drásticamente la posibilidad de que Berlín fuera el objetivo de una bomba atómica. Si el frente occidental no hubiera avanzado tan deprisa, la caída de la capital alemana se habría retrasado semanas o meses, y la presión política sobre Estados Unidos para emplear su nueva arma en Europa habría sido insostenible.

En paralelo a estos acontecimientos militares, el espionaje científico desplegado por los aliados a través de la misión Alsos revelaba algo aún más alarmante: el régimen nazi había estado trabajando activamente en su propio programa nuclear. Aunque los alemanes no lograron desarrollar una bomba funcional, la información sobre sus investigaciones, reactores y científicos capturados tras las líneas enemigas confirmó que la carrera por el átomo había sido más cerrada de lo que muchos quisieron creer. El temor a que Hitler usara un arma de destrucción masiva en su caída no era pura propaganda: era una posibilidad real.

Mientras tanto, los líderes de las potencias victoriosas se reunían en la localidad de Yalta, a orillas del mar Negro, en un encuentro que marcaría el mapa del mundo tras la guerra. La Conferencia de Yalta no solo definió las esferas de influencia de la posguerra, sino que sentó las bases para el inicio de la Guerra Fría. En medio de ese escenario geopolítico, la discusión sobre la bomba atómica —todavía secreta— se abría paso entre las decisiones diplomáticas. ¿Debía usarse como arma táctica, como castigo o como demostración de poder ante el mundo (y ante la URSS)?

Manuel J. Freire, autor del libro Escenarios clave de la Segunda Guerra Mundial, rescata este episodio con precisión científica y pulso narrativo. En un contexto marcado por decisiones que cambiaron el mundo, nos invita a explorar los pequeños giros del destino que evitaron que Berlín acabara arrasada por una explosión atómica. En esta exclusiva, te dejamos con uno de los capítulos más fascinantes de la obra, publicado por la editorial Pinolia.

El puente que libró a Berlín del destino de Hiroshima, escrito por Manuel J. Freire

Un interminable convoy de vehículos civiles y militares avanzaba serpenteando por la sinuosa carretera que unía el aeródromo de Saki con la ciudad de Yalta, en la península de Crimea. Los testigos que encontraba el convoy a su paso quedaban cautivados, tanto por el número de vehículos como por la llamativa presencia de algunos de los automóviles más emblemáticos de la época, como la sofisticada limusina negra McLaughlin-Buick Series 90 Limited de 1938, reconocible por su estilizado remate cromado aerodinámico sobre el radiador, y el elegante Packard Super Eight de 1937, con su distinguida capota desplegada. Ambos modelos, auténticos símbolos de diseño y distinción de los años 30 y 40, lucían sus destellantes faros cromados sobre los guardabarros bajo el sol invernal.

Aunque la distancia entre Saki y Yalta no era mucha, unos 140 kilómetros, el mal estado de la carretera convertía el trayecto en una ardua travesía de casi seis horas. En los vehículos se encontraban una buena parte de los miembros de las comitivas británica y estadounidense que, unas horas antes, habían llegado a Saki desde Malta a bordo de aviones de transporte C-54 Skymaster. Las dos comitivas, formadas por unas 700 personas entre políticos, funcionarios, personal militar y tripulaciones de vuelo, habían sido recibidas en el aeródromo de Saki nada más aterrizar por el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Viacheslav Mólotov. El viaje desde Malta no había sido nada tranquilo, se habían embarcado en un vuelo nocturno de 2 400 kilómetros, escoltados por cazas P-38 Lightning, y habían tenido que sortear la amenaza constante de la Luftwaffe alemana, cuyos escuadrones patrullaban los cielos de los Balcanes. Cada detalle de la operación había sido cuidadosamente diseñado para evitar ser detectados, pero, aun así, la tensión se mantuvo durante todo el vuelo.

Imagen en color original tomada durante la sesión oficial del retrato de campaña de Roosevelt en 1944
Imagen en color original tomada durante la sesión oficial del retrato de campaña de Roosevelt en 1944. Foto: Wikimedia/Christian Pérez

La delegación estadounidense, liderada por el presidente Franklin Delano Roosevelt, llevaba ya a sus espaldas un largo recorrido, de 8 500 kilómetros a bordo del crucero USS Quincy, desde la estación naval de Newport News, en Virginia, hasta la isla de Malta. La travesía había comenzado el 23 de enero y, tras once días de navegación por el Atlántico y el Mediterráneo, la comitiva había completado el trayecto con el vuelo de siete horas desde Malta hasta Saki. Roosevelt, visiblemente agotado por el largo viaje y el peso de la agenda diplomática, aún tendría que afrontar varias horas más de incómoda carretera para llegar desde el aeródromo de Saki hasta Yalta, su destino final. Durante el recibimiento oficial con Mólotov, en la pista de aterrizaje del aeródromo, Roosevelt apenas podía sostener el brazo derecho para saludar a sus anfitriones soviéticos; les estrechaba la mano apoyando el brazo sobre la puerta del jeep en el que estaba sentado y que, posteriormente, le desplazaría por la pista, pues la poliomielitis que había sufrido dos décadas antes le impedía caminar.

En el trayecto en limusina de Saki a Yalta, Roosevelt viajaba acompañado de su única hija, Anna, quien más tarde dejó constancia en su diario de la profunda impresión que le produjo el recorrido. A lo largo de los 140 kilómetros de carretera, un interminable despliegue de guardias soviéticos, apostados cada 300 metros, formaba una imponente línea de seguridad. Con sus uniformes impecables, la firmeza y disciplina de los soldados no pasaban desapercibidas, y para Anna resultaba además muy llamativa la presencia de numerosas mujeres. Stalin, meticuloso, había dispuesto cuidadosamente ese despliegue para impresionar a Roosevelt y a su otro ilustre invitado, el primer ministro británico Winston Churchill, que viajaba a bordo de otro elegante automóvil. Stalin había exigido organizar en Yalta el encuentro entre los tres mandatarios y, de manera premeditada, también había planeado el desplazamiento de sus invitados a través de la península de Crimea para que contemplaran la devastación nazi sufrida en todo el territorio, liberado apenas un año antes. Franklin y Anna Roosevelt quedaron francamente impresionados por el paisaje arrasado, desprovisto de árboles, pero, al mismo tiempo, lleno de tanques calcinados y material ferroviario alemán abandonado y quemado durante la huida. Esta desoladora e impactante imagen permitiría a Stalin influir en las posteriores negociaciones en Yalta, al presentarse como el líder de la nación que más habría sufrido por la agresión nazi.

Después de dejar atrás las castigadas ciudades de Simferópol y Alushta, el convoy de vehículos siguió la denominada «ruta Romanov», una carretera de montaña con fuertes vientos que rodeaba el macizo de Román-Kosh, de 1 500 metros de altitud. Incluso allí arriba, la carretera seguía custodiada por imperturbables guardias soviéticos. El descenso desde la montaña los condujo hasta la costa del mar Negro y, por último, a su destino final: la ciudad de Yalta, un resort conocido como la «riviera rusa», pues allí habían veraneado los zares y, más tarde, los líderes soviéticos. Después de atravesar la ciudad, el convoy se detuvo a las puertas del palacio Livadia, a unos 3 kilómetros al sur. Eran las seis de la tarde del sábado 3 de febrero de 1945. Roosevelt había alcanzado al fin su destino y podía descansar de tan largo viaje.

El palacio Livadia, una majestuosa construcción de granito blanco, con escalinatas y columnas de estilo renacentista italiano, se alzaba como un símbolo del esplendor imperial ruso. Con sus 116 habitaciones, había sido erigido en 1911 para servir como lugar de descanso del zar Nicolás II y su familia. Por desgracia, los estragos de la ocupación alemana habían dejado su huella en el palacio y, por ello, durante las tres semanas previas a la llegada de la comitiva estadounidense, se había reacondicionado rápidamente con muebles, lámparas y cuadros traídos desde Moscú para reemplazar los tesoros saqueados por los alemanes. A pesar de los esfuerzos, las cicatrices del reciente conflicto impedían apreciar todo el brillo original de los interiores. Sin embargo, sus jardines, decorados con esbeltos cipreses y árboles exóticos traídos por la familia Románov, junto con sus hermosas fuentes y esculturas, contribuían en gran medida a mitigar ese efecto.

Mientras los estadounidenses se acomodaban en el palacio Livadia el sábado por la tarde, la delegación británica, encabezada por Churchill, se instalaba al mismo tiempo a unos 14 kilómetros de allí, en el palacio Vorontsov, una villa tan lujosa como el palacio Livadia que también se renovó para la ocasión. Al día siguiente, el domingo 4 de febrero, Stalin se trasladó desde su lujosa residencia durante la conferencia, el palacio Yusupov, situado en la localidad de Koreiz, hasta el palacio Vorontsov para recibir de manera oficial a Churchill. El primer ministro británico, al igual que Roosevelt, había viajado también acompañado de su hija Sarah, actriz y oficial de la Royal Air Force. Tanto Sarah Churchill como Anna Roosevelt brindaban el apoyo personal que la avanzada edad de sus padres requería. Curiosamente, no eran las únicas descendientes de figuras destacadas que acompañaban a su padre en Yalta. Harry Hopkins, principal asesor del presidente Roosevelt, también había viajado con su hijo Robert. Sarah Churchill, Anna Roosevelt y Robert Hopkins serían testigos cercanos de uno de los momentos cruciales del siglo XX y, más tarde, aportarían valiosos testimonios.

Tras dar la bienvenida oficial a Churchill en el palacio Vorontsov, Stalin se desplazó al palacio Livadia para saludar oficialmente a Roosevelt. Durante la recepción, Stalin ordenó que se le ofreciera a Roosevelt su cóctel favorito: un martini. Con ese gesto de cortesía cuidadosamente calculado, quería demostrar a los presentes lo bien informado que estaba sobre los gustos personales de sus invitados y, de manera sutil, sembrar la duda acerca de si sus informaciones también podrían abarcar detalles más confidenciales. Roosevelt pidió amablemente añadir unas gotas de limón a su copa, pero esto no fue posible, ya que no había limones en las cocinas. Stalin, contrariado, tomó nota de la incómoda situación, asegurándose de que no se volviera a repetir. En los días sucesivos, Roosevelt pudo disfrutar siempre que quiso de unas gotas de limón fresco en su copa, pues se había traído un imponente limonero desde una remota región rusa hasta el palacio Livadia.

La marcada diferencia entre la devastación del suelo soviético, constatada durante el trayecto desde Saki, y, al mismo tiempo, el lujo de poder disfrutar, en pleno invierno ruso, de un espléndido árbol frutal (mandado buscar en medio de esa destrucción y traído casi de inmediato), era una demostración irrefutable del poder absoluto de Stalin dentro de la Unión Soviética. En realidad, Stalin había sacado partido de los esfuerzos de los científicos agrónomos soviéticos. Los limoneros, y los cítricos en general, eran muy valorados por su contenido de vitamina C, vital para prevenir enfermedades como el escorbuto entre los soldados. Los científicos soviéticos habían encontrado la manera de cultivarlos en condiciones de frío extremo, haciéndolos crecer en zanjas profundas o trincheras, para protegerlos de las ventiscas, y cubriendo de estiércol y paja la tierra sobre las raíces a modo de aislante térmico.

El majestuoso palacio Livadia no solo sirvió como residencia de la comitiva estadounidense, sino también como lugar de celebración de las numerosas reuniones que los delegados británicos, estadounidenses y soviéticos mantuvieron entre el 4 y el 11 de febrero de 1945 en la históricamente conocida como Conferencia de Yalta. Las lujosas salas del palacio fueron testigos silenciosos de los intensos debates en los que las tres delegaciones acordaron el reparto de Europa y el compromiso de la intervención de la Unión Soviética en la guerra contra Japón una vez que se produjera la derrota nazi.

Al finalizar la conferencia, Roosevelt, visiblemente debilitado, emprendió el arduo camino de regreso a Estados Unidos. El viaje a Yalta consumió gran parte de su ya mermada salud y le pasaría factura de manera considerable unas semanas más tarde. Este viaje de vuelta le llevó incluso más tiempo. Durante el trayecto, a bordo del USS Quincy, hizo escala en el canal de Suez para reunirse con el rey Abdulaziz de Arabia Saudí, entre el 12 y el 14 de febrero. Las relaciones diplomáticas entre ambas naciones, iniciadas en 1939, habían cobrado relevancia en 1943, cuando Roosevelt había reconocido la importancia estratégica del petróleo saudí para el esfuerzo bélico.

Captura del puente de Remagen
Captura del puente de Remagen. Foto: Wikimedia

En la cubierta del buque, el encuentro resaltó un marcado contraste cultural: de un lado, el cosmopolita pero ya frágil presidente estadounidense, envuelto en una capa que apenas disimulaba su debilidad; del otro, el casi iletrado rey saudí, ataviado con sus ropajes tradicionales y rodeado por un séquito en el que destacaba un vidente encargado de leer la buena fortuna. «Majid Ibn Khathaila (Astrologer, fortune-teller)». Así figura este astrólogo y vidente en la lista oficial de los miembros del séquito, conservada en el Museo Nacional de la Armada de Estados Unidos. Durante la conversación, el rey Abdulaziz se quejó de que sus piernas se volvían cada vez más débiles con el paso del tiempo y le comentó a Roosevelt que le consideraba un afortunado por poder desplazarse cómodamente sentado en una silla de ruedas. Roosevelt, sorprendido por tal afirmación y conmovido por la empatía, le regaló una de las dos sillas de ruedas que llevaba a bordo. El monarca saudí también aprovechó la reunión para expresar la inquietud que empezaba a surgir entre la población árabe de Palestina: el asentamiento de los pocos judíos europeos que hasta entonces habían logrado escapar de la persecución nazi en Europa.

La derrota nazi, que fue el objeto central de las conversaciones en la Conferencia de Yalta, fue también la principal prioridad para los estadounidenses durante toda la guerra, por delante de la victoria sobre Japón. Esto respondía a una estrategia global bautizada como «Alemania primero», acordada entre británicos y estadounidenses meses antes incluso de la entrada de Estados Unidos en la guerra, tras el ataque japonés a Pearl Harbor. En vísperas de la Conferencia de Yalta, unos días antes de zarpar con rumbo a Malta, el presidente Roosevelt, firmemente convencido de la importancia de esta estrategia donde se debía priorizar la derrota de la infame amenaza nazi, ordenó llamar al general Leslie R. Groves para tener una reunión de vital importancia en el Despacho Oval.

El contenido del encuentro, que permaneció en secreto durante años, no fue revelado hasta mucho después. Fue el propio Groves, al publicar sus memorias, quien dio todo lujo de detalles acerca de los extraordinarios acontecimientos históricos en los que estuvo involucrado. Groves narra cómo, en aquella reunión, el presidente Roosevelt, probablemente consciente de su delicada salud y, tal vez, anticipando su futuro, le dio instrucciones precisas para que, en el momento en que se dieran las condiciones que le describió, ejecutara una orden muy clara. Esta orden, como se verá más adelante, de haberse hecho efectiva, podría haber conducido a un desenlace alternativo de la Segunda Guerra Mundial. En este final, la derrota nazi se habría producido de una manera muy diferente a como finalmente ocurrió.

Cuando tuvo aquella trascendental reunión con el presidente, el general Groves llevaba ya casi tres años como supervisor del mayor proyecto de investigación y desarrollo militar de los Estados Unidos, el Proyecto Manhattan. La orden dada a Groves en el Despacho Oval concernía a este proyecto, cuyo secreto y colosal objetivo era la construcción de una nueva y poderosa arma, un arma que podría considerarse definitiva. Esta herramienta tenía su base en un extraordinario fenómeno físico descubierto apenas unos años antes, en 1938, por los científicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann, la austriaca Lise Meitner, cuyo aporte crucial fue injustamente ignorado durante décadas por ser mujer, y su sobrino Otto Frisch. Los cuatro participaron en el descubrimiento de la fisión nuclear. Tan solo un año después, en agosto de 1939, Albert Einstein había advertido al presidente Roosevelt en una famosa carta, firmada por Einstein, aunque redactada por el físico húngaro Leó Szilárd, sobre la peligrosa amenaza que representaba la posibilidad de que los nazis produjeran un arma basada en este descubrimiento. El Proyecto Manhattan, iniciado en 1942, ya con EE. UU. inmerso en la guerra, se había puesto en marcha como respuesta a esta grave advertencia, con el claro objetivo de adelantarse a los nazis en el desarrollo de esta arma.

Groves no tenía conocimiento alguno de física nuclear, ya que no era físico, sino ingeniero, pero había sido elegido para dirigir el Proyecto Manhattan por sus grandes dotes organizativas y la reputación que se había labrado unos años antes como supervisor en la monumental construcción de la sede del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, el famoso Pentágono, una mole de 57 000 m² y cinco plantas, doce según algunas fuentes (de las cuales siete serían desconocidas para el público), y con el doble de aseos de los necesarios, dado que las políticas de segregación racial de la época obligaban a disponer de baños separados para blancos y negros.

Como máximo responsable del Proyecto Manhattan, Groves estaba al cargo de casi 130 000 empleados entre científicos, ingenieros, personal militar y trabajadores especializados. El imponente y corpulento general del cuerpo de ingenieros, que medía 1,90 metros y pesaba 95 kilos, había confiado en el enjuto y anguloso físico Robert Oppenheimer para liderar el equipo de físicos del proyecto, una elección tan sorprendente como estratégica (curiosamente, en la aclamada película de 2023 Oppenheimer de Christopher Nolan, el general Groves, interpretado por el actor de complexión media Matt Damon, contrasta con la representación más fiel de Oppenheimer, encarnado por el delgado y afilado actor Cillian Murphy).

El legendario grupo de físicos liderado por Oppenheimer, que incluía a varios premios Nobel, había conseguido crear, en colaboración con los ingenieros del proyecto, dos modelos diferentes de arma nuclear: una bomba cuyo nombre en clave era Thin Man («flaco») y otra denominada Fat Man («gordo»). Estos dos diseños de bombas presentaban distintos grados de complejidad técnica e implicaban distintos escenarios logísticos en lo que se refería a la producción industrial del explosivo nuclear necesario para su desarrollo, todos estos aspectos debían ser supervisados en última instancia por el propio Groves.

El diseño de Thin Man se basaba en la fisión del elemento radiactivo uranio-235 mediante un mecanismo similar al de un largo cañón (de ahí lo de Thin Man o «flaco»): la mitad del uranio-235 que requería la bomba era impulsado por una simple carga de pólvora desde un extremo de un tubo metálico hacia el otro, donde se hallaba la otra mitad del material fisible. Este impacto repentino unía ambas mitades, alcanzándose de forma súbita la masa crítica necesaria para empezar la reacción en cadena autosostenida que resultaba en una explosión nuclear. Al haber un número suficiente de átomos de uranio-235 tan cerca unos de otros, los neutrones liberados en las reacciones de fisión inducían también la de otros átomos cercanos, que liberaban a su vez más neutrones y así sucesivamente, creando una reacción en cadena. Si las dos mitades se aproximaban lentamente entre sí en lugar de unirse de forma casi instantánea, el calor asociado a la energía liberada en las reacciones de fisión que se producían en la superficie de las dos mitades podía evaporarlas antes de que se alcanzase la masa crítica, impidiendo así la detonación nuclear.

Por otro lado, la bomba de tipo Fat Man se basaba en la fisión de otro elemento fisible, el plutonio-239, por medio de un mecanismo mucho más complejo, un sistema de implosión. En este diseño, múltiples fracciones del total de plutonio-239, que en conjunto constituía la masa crítica, estaban dispuestas de manera uniforme sobre la superficie de una esfera hueca (de ahí lo de Fat Man o «gordo»). Estas fracciones se impulsaban de forma sincronizada hacia el centro de la esfera mediante explosivos convencionales dispuestos estratégicamente alrededor de ella. El objetivo era comprimir todas las fracciones simultáneamente en el centro. Esta compresión precisa provocaba una implosión que unificaba las porciones en el núcleo, alcanzándose repentinamente la masa crítica necesaria para producir la reacción en cadena. Era algo así como tener un ramillete de varias configuraciones de tipo Thin Man apuntando desde todas direcciones hacia el centro de una esfera.

Tanto el uranio-235 como el plutonio-239 necesarios para los dos tipos de bombas se obtenían a partir del uranio natural presente en minerales como la uraninita (o pechblenda). Como se ha mencionado, el colosal trabajo de Groves consistía en supervisar, entre otras cosas, la labor de Oppenheimer, pero también la producción industrial a partir del mineral de uranio, del uranio-235 y del plutonio-239 necesarios para las bombas. La mayor fuente de uranio natural de la época se hallaba en el Congo Belga, en la mina de Shinkolobwe, cuya explotación corría a cargo de la compañía belga «Unión Minera del alto Katanga».

Miembros británicos y estadounidenses de la Misión Alsos desmantelan en Haigerloch el reactor nuclear experimental construido por científicos alemanes como parte del programa atómico del Tercer Reich
Miembros británicos y estadounidenses de la Misión Alsos desmantelan en Haigerloch el reactor nuclear experimental construido por científicos alemanes como parte del programa atómico del Tercer Reich. Foto: Wikimedia

Edgar Sengier, director general de la compañía, había abandonado Bruselas nada más empezar la guerra y se había instalado en Estados Unidos en octubre de 1939, donde permaneció hasta el final de la contienda. Ante el imparable avance alemán sobre Bélgica, Países Bajos y Francia durante la Blitzkrieg alemana de la primavera de 1940, Sengier había ordenado el traslado a Estados Unidos de todas las reservas de uranio almacenadas por la compañía en Olen, Bélgica, pero la fulminante invasión alemana impidió que su orden se ejecutara. Temiendo entonces que se produjera una invasión alemana en el Congo Belga, Sengier mandó trasladar a Estados Unidos las 1 250 toneladas de mineral de uranio almacenadas en la mina de Shinkolobwe, en el Congo. El uranio se transportó por vía terrestre desde la mina hasta el cercano puerto de Lobito, en la Angola portuguesa, donde se embarcó en un carguero con destino a Estados Unidos. El mineral llegó finalmente a Nueva York en octubre de 1940 y quedó bajo custodia en un almacén de Staten Island. De estas 1 250 toneladas de uranio natural se acabó extrayendo la mayor parte del material fisible para las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

El uranio natural se compone de dos isótopos: el uranio-235, que representa solo una pequeña fracción del total, un 0,7 %; y el uranio-238, un elemento no fisible que corresponde a la mayor parte, el 99,3 % restante. En el Proyecto Manhattan, la extracción de uranio-235 a partir del uranio natural por medio de la separación de estos dos isótopos era una tarea extremadamente costosa y, para aumentar las probabilidades de éxito, se utilizaban hasta tres procedimientos industriales distintos: difusión gaseosa, difusión térmica y separación electromagnética.

Toda la producción industrial se concentraba en tres plantas gigantescas situadas en la localidad de Oak Ridge, Tennessee. Estas enormes factorías daban trabajo a 75 000 personas en una extensión colosal de más de 300 km2, el equivalente a tres veces el área actual de la ciudad de Barcelona. En cuanto al plutonio-239, se obtenía a partir del abundante uranio- 238, bombardeándolo con neutrones para transformarlo en uranio-239, el cual, a su vez, se desintegraba espontáneamente en reacciones de fisión para producir plutonio-239. La obtención a nivel industrial del plutonio-239 a partir de uranio-238 era más simple que la del uranio-235 y se llevaba a cabo en reactores nucleares específicamente diseñados y construidos con ese fin. La mayor parte de la producción se llevaba a cabo en el complejo de Hanford, en el estado de Washington. Sin embargo, mientras que el plutonio-239 era mucho más fácil de obtener que el uranio-235, su tasa de fisión espontánea era muchísimo más alta, lo que lo hacía altamente inestable y, por tanto, requería aislarlo en pequeñas cantidades. Por esta razón, el uranio-235 podía emplearse para fabricar una bomba simple mediante el sencillo procedimiento de tipo cañón llamado Thin Man, con la masa crítica separada tan solo en dos mitades; mientras que el plutonio-239 solo podía emplearse con el complejo procedimiento de bomba de implosión de Fat Man, en el que la masa crítica se hallaba repartida en muchas pequeñas cantidades. Thin Man era un tipo de bomba tecnológicamente simple, pero con un material fisible de difícil obtención, y Fat Man era una bomba de diseño mucho más complejo, pero que empleaba material fisible mucho más fácil de conseguir.

Al trabajar en paralelo en ambos diseños, el Proyecto Manhattan se aseguraba por un lado el tener al menos una bomba funcional en un plazo razonable y, por el otro, el desarrollar dos diseños. Esto proporcionaba una redundancia técnica: si uno fallaba o enfrentaba problemas inesperados, el otro podría servir como respaldo. Así, el diseño basado en Thin Man era tan simple que fue arrojada en Hiroshima en agosto de 1945 sin ni siquiera tener que hacer un ensayo previo. En cambio, la bomba arrojada en Nagasaki, del tipo Fat Man, requirió el ensayo previo efectuado en julio de 1945 en el desierto de Nuevo Méjico, en la famosa prueba Trinity, fielmente mostrada en la película Oppenheimer.

Recomendamos en

Los duques de Windsor visitan a Hitler

Traición en tiempos de guerra: los rostros europeos de la deslealtad en la Segunda Guerra Mundial

Que un político arribista como el noruego Vidkun Quisling o un caprichoso «niño bien» de la nobleza británica como Oswald Mosley cayeran en manos del fascismo y traicionaran a su país entra dentro de lo posible; no tanto, que lo hiciera un hombre que había llevado la corona de Gran Bretaña, como el duque de Windsor, ni un héroe francés condecorado como el mismísimo mariscal Pétain. Pero es que las oscuras aguas de la traición son tentadoras.
  • José Luis Hernández Garvi