En un rincón helado del noreste siberiano, atrapado durante milenios en las entrañas del permafrost, un mamut lanudo apodado Yuka ha roto un récord que nadie creía alcanzable. Su cuerpo, asombrosamente conservado desde hace unos 39.000 años, no solo mantenía intactos músculos, piel y huesos. También conservaba algo que se creía completamente imposible: fragmentos de ARN, las moléculas efímeras que dan las órdenes finales antes de que un organismo muera.
Este hallazgo, documentado en un nuevo estudio publicado en la revista Cell por un equipo internacional liderado por el paleogenetista Emilio Mármol-Sánchez, representa la primera vez que los científicos logran secuenciar con éxito ARN de un animal tan antiguo. Yuka no es solo un fósil congelado: es una cápsula del tiempo biológica que ha permitido observar la actividad genética real de un animal del Pleistoceno en sus últimos momentos de vida.
El lenguaje de los genes y lo efímero de la vida
Mientras el ADN funciona como un manual de instrucciones —el código base que define qué es un organismo—, el ARN es quien ejecuta esas instrucciones. Es la molécula que entra en acción cuando una célula necesita producir una proteína, responder al estrés, activar un proceso vital o incluso preparar al cuerpo para la muerte. En otras palabras, el ARN no dice quién fue Yuka, sino cómo vivió sus últimos segundos.
Este matiz es esencial. La paleogenética ha avanzado a pasos agigantados gracias al estudio del ADN antiguo, capaz de resistir incluso más de un millón de años. Pero el ARN era el eslabón perdido. Su fragilidad química y su corta vida útil lo convertían en un candidato improbable para la investigación prehistórica. Hasta ahora, la muestra más antigua de ARN secuenciado pertenecía a un cachorro de lobo de 14.000 años, también hallado en el permafrost. Yuka ha triplicado esa antigüedad.

Diez mamuts, pero solo uno "habló"
Para el estudio, los investigadores analizaron muestras de piel y músculo de diez mamuts lanudos distintos, todos preservados en las heladas tierras de Yakutia, en Siberia. Solo tres de ellos contenían ARN detectable, y únicamente uno, Yuka, ofrecía fragmentos lo bastante completos y abundantes como para ser analizados en profundidad.
La razón de esta excepcional conservación no se debe al azar. Yuka fue encontrado en 2010 por cazadores de colmillos, y su estado era tan perfecto que parecía haber fallecido semanas antes, no milenios atrás. Desde entonces, ha sido conservado en condiciones controladas en el Museo Estatal de Yakutsk, a temperaturas de -10 ºC. Este entorno, sumado al rápido congelamiento tras su muerte, permitió un fenómeno casi imposible: la preservación de un material genético tan volátil como el ARN.
El latido molecular antes del final
El equipo de investigación extrajo ARN del músculo de Yuka y lo comparó con el genoma del elefante asiático, su pariente más cercano vivo. El análisis reveló algo extraordinario: los genes que estaban activos en el momento de su muerte estaban relacionados con la contracción muscular, la regulación metabólica bajo estrés y la fatiga muscular extrema. Algunos fragmentos correspondían a microARN, pequeñas moléculas que regulan la expresión genética y que nunca antes se habían detectado en animales extintos de esta antigüedad.
Todo sugiere que Yuka murió tras un episodio intenso de esfuerzo físico. No se trata de mera especulación. Las marcas de garras en su cuerpo, analizadas en investigaciones anteriores, apuntan a un ataque de depredadores —posiblemente leones de las cavernas— del que intentó escapar desesperadamente, quedando finalmente atrapado en un lodazal. El ARN capturado representa ese instante: sus músculos activando los últimos mecanismos de resistencia antes de rendirse a la muerte.
Además, los investigadores encontraron ARN proveniente del cromosoma Y, lo que permitió confirmar que Yuka era un macho, corrigiendo una interpretación previa basada en rasgos morfológicos externos.
Reescribiendo los límites de la biología molecular
Este descubrimiento no solo emociona por lo anecdótico o espectacular. Supone un salto metodológico y conceptual. Los científicos lograron demostrar que el ARN puede conservarse durante decenas de miles de años si las condiciones son las adecuadas. Más aún, abren la puerta a un nuevo campo de estudio: la paleotranscriptómica, el análisis de los transcriptomas —el conjunto de ARN activo— de organismos extintos.
Gracias a esta nueva vía, no solo será posible identificar qué genes tenían los animales del pasado, sino cuáles estaban en funcionamiento, en qué tejidos y bajo qué condiciones. Esta información, inaccesible hasta ahora, puede revolucionar nuestra comprensión sobre cómo vivieron, murieron y se adaptaron al entorno especies desaparecidas hace milenios.
Pero hay más. Los expertos sugieren que estas técnicas podrían aplicarse también a antiguos virus de ARN, como los de la gripe o los coronavirus, si se hallan en restos humanos o animales suficientemente bien conservados. Esto permitiría estudiar la evolución de virus antiguos y anticipar riesgos potenciales en un mundo donde el deshielo del permafrost podría liberar patógenos olvidados.

El mamut como símbolo de una nueva frontera científica
Yuka ya era famoso antes de este estudio. Pero ahora se convierte en un emblema de lo que la ciencia moderna puede lograr cuando combina tecnología puntera, intuición paleontológica y un poco de suerte. Es posible que en el futuro se secuencien más ARN antiguos. Tal vez se encuentren otros microARN únicos. Quizá incluso fragmentos de virus que vivieron en sus entrañas.
Lo cierto es que este mamut juvenil, atrapado entre el hielo y la eternidad, nos ha ofrecido algo que ninguna momia egipcia, fósil jurásico o hueso neandertal había podido: un retrato molecular del instante en que la vida se apaga. Un latido congelado en el tiempo.