A lo largo de la segunda mitad del siglo viii, el islam apareció con fuerza en Oriente Medio. Su expansión por el norte de África requirió más de un siglo de luchas que culminaron gracias a la habilidad política del gobernador Musa ibn Nusayr (698–714), que logró la pacificación e islamización del Magreb, confiando el control de Tánger a un líder autóctono llamado Tariq. La noche del 27 de abril del año 711, Tariq cruzó el Estrecho con siete mil hombres, derrotó al ejército de Rodrigo y se adentró hacia el centro de la península, derrumbando las defensas del Estado visigodo.
Expediciones contra los cristianos
Años después, Al-Ándalus vivió un gran esplendor económico y cultural con Abd al-Rahman III, que restauró la antigua dinastía Omeya en la península, haciéndola independiente del califato abasí de Bagdad. En el año 981, la frenética actividad militar de Abu Amir Muhammad, más conocido como Almanzor, se plasmó en casi sesenta expediciones contra los cristianos, lo que incrementó los presupuestos y devaluó la moneda. Cada victoria de Almanzor hundía más la endeble economía del reino musulmán.
A la muerte del militar andalusí, sus sucesores fueron incapaces de evitar la desmembración del califato de Córdoba en una constelación de reinos de taifas en los que se sucedieron las intrigas y las luchas de poder. Fue entonces cuando aparecieron en escena los almorávides, que bajo el mando de Yusuf Ibn Tasfin desembarcaron en Algeciras y se lanzaron al norte, donde derrotaron a las tropas del monarca leonés Alfonso VI. Los pequeños reinos cristianos de la península volvieron a sentir la presión de los musulmanes.
Mientras tanto, en el otro extremo del Mediterráneo, los fatimíes, un grupo de tribus chiís norteafricanas, controlaron Egipto desde 969. Sus primeros gobiernos mantuvieron buenas relaciones con los cristianos, los judíos y los musulmanes suníes que vivían a orillas del Nilo y en buena parte de Tierra Santa, lo que facilitó un periodo de paz en la zona. A los fatimíes se debe la fundación de al-Qahira (El Cairo) y la creación de la famosa universidad religiosa de al-Azhar, que todavía puede admirarse en la capital egipcia. Pero aquella etapa de concordia dio un vuelco con la llegada al poder del califa al-Hakim (996-1021), cuya radicalidad se plasmó en una durísima política de persecución contra todos aquellos que no profesaban la fe chií y contra los cristianos, que fueron acosados en Egipto y Palestina. La situación se agravó en el año 1071, cuando el ejército bizantino fue derrotado por los turcos selyúcidas, provocando la caída de Armenia, Siria y parte de Anatolia. El emperador Alejo I Comneno, temeroso de que los turcos tomaran Constantinopla, pidió ayuda al papa.

Ajena a lo que estaba ocurriendo en Oriente Medio, la caballería pesada normanda se lanzó a la carga contra los sajones en los campos de Hastings (Inglaterra) en 1066, desarbolando su defensa y matando al rey inglés Harold II. Los sajones nunca habían visto en acción un cuerpo de caballería tan compacto y tan disciplinado en sus maniobras. La batalla de Hastings catapultó a Guillermo el Conquistador al trono de Inglaterra y asentó definitivamente a la caballería pesada como principal fuerza de choque en los enfrentamientos a campo abierto. Desde entonces, los caballeros fueron la punta de lanza de los ejércitos en los campos de batalla.
Casi treinta años después de la batalla de Hastings, en noviembre de 1095, el papa Urbano II acudió al sínodo de Clermont (Francia), donde hizo un llamamiento a los mejores caballeros de la cristiandad para que engrosaran las filas de una Cruzada contra los ejércitos turcos y fatimíes que acosaban a los cristianos de Constantinopla y Tierra Santa. El pontífice también quería recuperar Jerusalén, el lugar donde había sido crucificado Jesús. El papa recordó a los caballeros que su colaboración en la Cruzada les proporcionaría una recompensa eterna en el reino de los cielos.
El papa manda
Los cronistas de la época recogieron las palabras de Urbano II en el concilio de Clermont: «Si triunfáis sobre vuestros enemigos, los reinos del este serán vuestra recompensa. Si os vencen, tendréis el honor de morir en el mismo lugar que Cristo, y Dios no olvidará jamás que os observó en los santos batallones». Las palabras del papa enardecieron el fervor religioso de los caballeros europeos, muchos de los cuales se apresuraron a coser la cruz en sus capas como signo de identidad, convirtiéndose así en los primeros cruzados.
Primer triunfo
Desde diversos lugares de Europa, unas cien mil personas, de ellas cincuenta mil combatientes, llegaron a Constantinopla a finales de 1096. Temeroso de los desmanes que podía causar la entrada de europeos en la ciudad, el emperador bizantino Alejo I alentó a los cruzados a dirigirse al sur, hacia Tierra Santa, donde se encontraba el enemigo. Utilizando las tácticas de guerra que emplearon los normandos en la batalla de Hastings, los cruzados lanzaron su caballería pesada contra los turcos cerca de la ciudad de Nicea. Una vez acabaron con ellos, los cruzados tomaron Antioquía y finalmente se encaminaron a Jerusalén, adonde llegaron el 7 de julio de 1099 bajo el mando de Godofredo de Bouillon.
Con torres de asalto, catapultas y ballestas, los cruzados conquistaron la ciudad en el primer ataque. A continuación, perpetraron una terrible matanza entre los habitantes de la ciudad: no quedó vivo ningún musulmán. Los judíos también fueron exterminados, todos murieron quemados dentro de su sinagoga, donde se habían refugiado. Fueron tres días de rapiña y asesinatos que culminaron con el ofrecimiento de la corona y el título de rey de Jerusalén a Godofredo de Bouillon, que declinó la oferta, aunque sí aceptó el cargo de «Protector del Santo Sepulcro». A su muerte le sucedió su hermano Balduino, que fue coronado como primer rey de Jerusalén. Una década después, los cruzados dominaban parte de Siria, Líbano y Palestina. Se fundaron cuatro Estados latinos: el condado de Edesa, el de Trípoli, el reino de Jerusalén y el principado de Antioquía. El éxito de la Primera Cruzada multiplicó el número de peregrinos que se dirigieron a Tierra Santa. Algunos eran caballeros de la pequeña nobleza feudal que pretendían prosperar en los nuevos territorios conquistados para la cristiandad. Entre ellos se encontraba Hugo de Payns, que tras separarse de su mujer decidió viajar a Palestina, donde su presencia está documentada en 1119, aunque probablemente llegó a Tierra Santa unos años antes. Payns era vasallo del conde Hugo de Champaña, un aristócrata muy rico que controlaba grandes propiedades en la región francesa de Champaña.
Peregrinaje escoltado
A pesar de ser un hombre profundamente religioso, Payns era un guerrero que disfrutaba con el ejercicio de las armas y el combate a caballo. Dados los peligros que amenazaban a los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, Payns decidió crear un grupo de caballeros para escoltarlos. Mientras le rondaba la idea en la cabeza, el rey Balduino I murió en 1118, sucediéndole en el trono su hijo Balduino II. Payns logró una audiencia con el nuevo monarca en el palacio real de Jerusalén del Templo del Señor o Cúpula de la Roca, cuyos cimientos se asentaban sobre los restos del Templo de Salomón.
Balduino II debió quedar encantado con el proyecto de Payns, pues poco después le cedió la mezquita de Al-Aqsa, que se encontraba en un lateral del conjunto palaciego. En aquel lugar, Payns y otros ocho caballeros fundaron la Orden del Temple, en torno al año 1119. Antiguos legajos desvelan los nombres de los primeros templarios: Hugo de Payns, Godofredo de Saint- Omer, Archambaud de Saint-Amand, Payen de Montdidier, Rossal, Godofredo Bissot, Guillermo de Bures, Roberto y Andrés de Montbard.
Todos ellos eran caballeros sin fortuna de la baja nobleza que no tenían tierras ni nada que perder, salvo la vida luchando contra el infiel. Todos ellos sabían que su ingreso en la primera orden militar de la cristiandad les iba a facilitar un modo de vida al que no podían aspirar de otra manera. Prometieron defender a los peregrinos contra los grupos de bandoleros que los acosaban.

Audiencia con el pontífice
Aunque al principio estuvieron adscritos al rey de Jerusalén, los templarios juraron someterse al poder del papa y cumplir los votos de pobreza, castidad y obediencia al que estaban obligados como miembros de una institución de monjesguerreros, que rezan además de combatir batallas. En 1125, el conde Hugo de Champaña, un aristócrata ya mayor que había repudiado a su mujer por adúltera, se sintió tan desengañado de todo que tomó la decisión de pasar el resto de su vida en Jerusalén, ciudad en la que se encontró con su antiguo vasallo, Hugo de Payns, quien le debió de convencer para que ingresase en la Orden del Temple. A partir de entonces, los templarios comenzaron a prosperar económicamente. En sus filas militaba Hugo de Champaña, uno de los nobles más ricos y poderosos del mundo cristiano. Para conseguir el reconocimiento de la Orden era necesario que el pontífice de Roma diera su visto bueno. Payns y otros templarios viajaron a Europa para recabar el apoyo de los reinos cristianos y pedir una entrevista con el papa Honorio II. En 1128, la Orden disfrutó de una buena acogida en Portugal, León, Castilla, Aragón, Francia e Inglaterra. La nobleza europea aplaudió el esfuerzo guerrero de los templarios y su defensa del Santo Sepulcro. En el concilio de Troyes celebrado en enero de 1129 se ratificó la Orden del Temple y se aprobó su primera regla (basada en la de san Benito), cuya redacción corrió a cargo de Bernardo de Claraval, el más prestigioso hombre de la Iglesia en la época.
Sus postulados eran claros: luchar contra las fuerzas del mal, ser castos, disciplinados, servir a Cristo y vivir en común como monjes-guerreros. Esa combinación de vida virtuosa y actitud guerrera era completamente nueva en la Iglesia cristiana. Desde que el papa aprobó su Regla, los templarios recibieron continuas donaciones de monarcas, príncipes y dignatarios de la Iglesia, lo que en un corto espacio de tiempo contribuyó a su progresivo enriquecimiento. Grandes aristócratas se sumaron al Temple, muchos de ellos de manera temporal, pero algunos de forma permanente.
La nobleza lucha
Las nuevas técnicas de combate, en especial la carga de caballería pesada con lanza enristrada que los guerreros normandos pusieron de moda en la batalla de Hastings, requerían largas horas de entrenamiento. La necesidad de disponer de tiempo libre para el adiestramiento solo estaba al alcance de los guerreros profesionales o los nobles. Para un joven perteneciente a una familia de condición social inferior a la de un caballero, el Temple suponía una vía de ascensión en la escala social.
Muchos caballeros de la baja nobleza viajaron a Jerusalén para alistarse en la nueva orden militar con el objetivo primordial de combatir a los musulmanes y defender los derechos cristianos de la región. Pero también abrigaban el deseo de prosperar social y económicamente. En Palestina los caballeros de la cruz cobraban cada día más influencia y poder, lo mismo que en Europa, donde comenzaron a florecer los enclaves templarios. La encomienda era la unidad básica de vida para la Orden y estaba compuesta por hermanos de distinta condición: caballeros profesos, caballeros asociados y criados, que podían ser individuos libres contratados o siervos de la gleba, cuyo destino iba ligado a la tierra en la que trabajaban en régimen cercano a la esclavitud.
En la península ibérica, tras unos años de cierta tranquilidad, los reinos hispánicos iniciaron el contraataque para recuperar los territorios en manos musulmanas. Aquella ofensiva facilitó una cierta permeabilidad social gracias a las posibilidades que ofrecía la guerra como mecanismo de promoción a caballeros de la baja nobleza. También influyó en los cantares de gesta y en la aparición de castillos en los paisajes de la península.
Aparición de nuevas órdenes
En el plano político religioso, la Reconquista contó con el apoyo de la Santa Sede, que proclamó una Cruzada contra los musulmanes de Al-Ándalus en la que intervinieron las órdenes militares hispánicas y las universales, como los hospitalarios y los templarios.
Las primeras donaciones que recibió la Orden del Temple en la península se produjeron en Portugal en 1128, cuando la condesa Teresa de Portugal cedió a los templarios el castillo de Soure.
Otros monarcas hispánicos cedieron algunas tierras y patrimonios al Temple. Entre ellos se encontraba el rey Alfonso I de Aragón, el Batallador (1073-1134), que soñaba con defender como caballero del Temple los Santos Lugares. Antes de morir, el rey aragonés, que no tenía hijos, legó su reino al Santo Sepulcro de Jerusalén, a la Orden de San Juan de Jerusalén (hospitalarios) y a la Orden del Temple. Cuando falleció Alfonso I, los nobles aragoneses hicieron caso omiso de los deseos del monarca y maniobraron para que su sucesor fuera su hermano Ramiro II, que a pesar de su condición de monje fue proclamado rey de Aragón.

El Temple en tierras aragonesas
Ya en el trono, Ramiro II contrajo matrimonio y engendró una hija, Petronila, que inmediatamente fue prometida en matrimonio a Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, un hombre ya mayor que pronto asumió el gobierno de Aragón. Resuelto el dilema hereditario de Alfonso I, Ramiro II delegó el poder en el conde de Barcelona, abandonó el trono y volvió su monasterio. Por su parte, Ramón Berenguer IV tuvo que compensar con creces a las tres órdenes militares, cediendo al Temple los castillos de Monzón, Montjoy y Barbará, entre otros enclaves menores, y una quinta parte del botín obtenido en todas las expediciones que emprendieran los templarios en la península. Por si fuera poco, en 1153, el nuevo príncipe de Aragón les cedió el castillo de Miravet (Tarragona), uno de los mejores ejemplos de arquitectura militar templaria de Cataluña. Aquel gesto de generosidad fue recompensado por el Temple poniendo tropas a disposición de la Corona de Aragón para atacar Tortosa en 1148. En apenas cuarenta años, el Temple se convirtió en la orden militar más favorecida por la familia real aragonesa.
Apoyo a la orden
Tras su viaje por Europa, Hugo de Payns regresó a Jerusalén acompañado de centenares de caballeros, escuderos y sirvientes. Los templarios eran ya la principal orden militar del mundo cristiano. En torno al 1130, Bernardo de Claraval escribió Elogio de la nueva caballería templaria, la obra más importante escrita a favor del Temple. En ella defendió el derecho de los cristianos a usar las armas contra los infieles musulmanes, el derecho de usar a los templarios como punta de lanza de esa Cruzada y el derecho de la cristiandad a la propiedad de Tierra Santa, el lugar donde Cristo murió para salvar a los hombres.
En 1136 falleció el primer maestre de la Orden, Hugo de Payns, y el Temple nombró como sucesor a Roberto de Craon. Durante su mandato, el papa Inocencio II promulgó la bula Omne datum optimum en 1139, que otorgaba a los templarios el privilegio de no pagar diezmos a los obispos, de construir sus propios cementerios e iglesias y de recaudar impuestos. La autonomía prácticamente absoluta que lograron los templarios provocó el rechazo de algunos obispos, que perdieron el control sobre las encomiendas del Temple en sus diócesis. Dos años antes de promulgarse la bula papal de Inocencio II, la duquesa Leonor de Aquitania, mujer del rey Luis VII de Francia, donó al Temple el puerto de La Rochelle, que pasó a convertirse en la principal base marítima de los templarios para sus expediciones en el Atlántico. Si la Corona de Aragón les concedió numerosos enclaves en la península ibérica, los monarcas ingleses y franceses no se quedaron atrás. La tela de araña patrimonial de los templarios no dejaba de crecer.
En 1145, el líder musulmán Zangi Imad ad-Din tomó Edesa, una de las ciudades que los cristianos habían conquistado en la Primera Cruzada en Tierra Santa. A Europa llegaron noticias de los asesinatos que cometieron los hombres de Zangi, lo que provocó la reacción de Bernardo de Claraval, que convocó la Segunda Cruzada. El rey de Francia y el emperador de Alemania reunieron sendos ejércitos que partieron rumbo a Palestina en 1147. Pero pronto estalló el desacuerdo en el bando aliado, lo que contribuyó al fracaso de la expedición armada.