La conversación pública sobre inteligencia artificial suele centrarse en sus capacidades para transformar trabajos, acelerar procesos o generar nuevos productos. Pero, en paralelo, ha crecido una inquietud constante: ¿estamos alimentando esta revolución tecnológica a costa del clima? En distintos debates aparece la idea de que la IA exige enormes cantidades de energía, una situación que podría empeorar la crisis ambiental. Esa sensación se ha reforzado porque los modelos más avanzados necesitan centros de datos potentes y hardware especializado, elementos que evocan un consumo eléctrico inmenso.
En este contexto, puede sorprender descubrir que las cifras reales son mucho más modestas. Un nuevo trabajo científico, firmado por Anthony R. Harding y Juan Moreno-Cruz, ha analizado por primera vez cómo cambiaría el consumo energético estadounidense si la IA se integrara de forma amplia en las actividades económicas. El resultado contradice varias creencias comunes: su impacto agregado sería pequeño y, en algunos casos, incluso podría favorecer la transición hacia procesos más eficientes. El propio estudio recoge una afirmación contundente: “La adopción de IA podría conducir a un uso adicional de energía de 28 PJ y a 896 ktCO2 en emisiones anuales—equivalente aproximadamente al 0,03% del uso nacional anual de energía y al 0,02% de las emisiones nacionales anuales de CO2". Una cifra que cuestiona el mito del “monstruo energético”.
Un estudio que mide lo que antes solo se intuía
Una aportación clave del trabajo es su metodología económica, basada en combinar datos laborales, productivos y ambientales para estimar los efectos indirectos de la IA. Esto es importante porque la energía no solo se consume por entrenar modelos, sino que también depende de cómo estos sistemas aumenten la productividad en distintos sectores. Los autores construyeron un modelo que traduce mejoras de productividad en cambios en el uso de energía, teniendo en cuenta cuánto depende cada industria del consumo energético.
En este análisis aparecen diferencias notables. Industrias como la educación, con estructuras amplias y dependientes de grandes infraestructuras, muestran impactos más visibles, mientras que sectores editoriales o de telecomunicaciones apenas cambian su consumo. En la tabla principal del estudio se observa que las variaciones dependen de la intensidad energética y la intensidad de emisiones de cada sector, dos indicadores que determinan cuánta energía y CO₂ genera un aumento de actividad. La heterogeneidad sectorial es una de las ideas más destacadas, porque ayuda a entender que no existe una única respuesta sobre el papel ambiental de la IA.

El mito del consumo desbocado: qué dice realmente el paper
El artículo analiza un escenario agregado en el que la IA incrementa la productividad nacional. El resultado es modesto en términos absolutos: 28 petajulios al año, el equivalente al consumo energético aproximado de un país pequeño. El estudio no niega que los centros de datos puedan crecer ni que ciertas regiones puedan notar aumentos locales, pero insiste en que el impacto total es mínimo frente al conjunto de la economía estadounidense.
Además, el modelo permite comparar estos resultados con estimaciones técnicas de entrenamiento e inferencia. En su análisis, los autores muestran que incluso si se tienen en cuenta las necesidades energéticas de modelos muy utilizados, como los grandes generadores de texto, la contribución sigue siendo pequeña en términos nacionales. Esta comparación refleja un punto crucial: la energía consumida directamente por la IA representa solo una fracción de la que mueve el conjunto de la economía, por lo que su peso agregado es limitado.

Cómo varían los impactos entre industrias
Uno de los resultados más llamativos es la desigual distribución de los efectos entre sectores. No todos los ámbitos productivos se benefician igual de la IA, y no todos experimentan los mismos cambios energéticos tras adoptar estas tecnologías. Las industrias con más tareas automatizables generan incrementos de productividad mayores, y por tanto, pequeñas subidas proporcionales de consumo energético. Pero esas subidas solo son relevantes en sectores que ya eran muy intensivos en energía, como algunos ligados a la construcción o al transporte.
En contraste, industrias con baja intensidad energética, como las relacionadas con la información o determinados servicios profesionales, tienen incrementos casi inapreciables tanto en consumo como en emisiones. El estudio subraya que estos patrones responden a factores estructurales: la naturaleza de sus procesos, el tipo de tareas automatizables y sus niveles actuales de eficiencia. Esta heterogeneidad es fundamental para diseñar políticas realistas en torno al despliegue de IA.
Por ejemplo, la sección dedicada al transporte aéreo muestra que incluso un aumento leve de productividad puede traducirse en varios petajulios adicionales de consumo porque su base energética es muy alta. En cambio, en la edición o la programación informática, un aumento similar apenas genera efectos. Este contraste ayuda a entender por qué hablar del “consumo energético de la IA” como si fuera un fenómeno homogéneo resulta inexacto.
IA y energía: más allá de los centros de datos
Más allá de los resultados numéricos, el estudio plantea una reflexión interesante: la IA no actúa solo como consumidora de energía, sino también como herramienta potencial para reducirla. Aunque su trabajo no modeliza estos beneficios directamente, los autores mencionan que la IA puede optimizar procesos industriales, gestionar mejor la demanda eléctrica o mejorar la eficiencia de infraestructuras. Esto sugiere que el efecto neto podría ser incluso menor que el estimado.
La discusión también revisa las limitaciones del modelo, como el uso de datos energéticos de 2014 para garantizar coherencia con las cuentas económicas utilizadas. Los autores reconocen que esto puede sobreestimar ligeramente los impactos, porque desde entonces se han producido mejoras de eficiencia y una mayor presencia de energías renovables. Aun así, cuando proyectan los datos hasta 2023, los resultados apenas varían.
La IA no actúa solo como consumidora de energía, sino también como herramienta potencial para reducirla.
Otro punto importante es que el estudio se centra en Estados Unidos, por lo que sus conclusiones no deben extrapolarse directamente a países con matrices energéticas muy diferentes. En regiones con alta dependencia del carbón, un aumento equivalente de energía podría traducirse en más emisiones, mientras que en países muy descarbonizados el efecto sería menor. Esta variación refuerza la necesidad de estudios específicos por región.
Finalmente, el trabajo incide en que no considera cambios estructurales profundos, como transformaciones del mercado laboral o reorganizaciones de la producción. Estos fenómenos podrían alterar a largo plazo la relación entre IA, energía y productividad. Aun así, para una primera estimación a escala nacional, el análisis proporciona una base sólida.
Una visión más matizada para el debate público
En conjunto, el estudio invita a reconsiderar varias ideas alarmistas que circulan sobre el impacto ambiental de la IA. Si bien existen desafíos reales —sobre todo en territorios donde se instalan centros de datos—, la huella energética agregada no parece, por ahora, un obstáculo significativo para la sostenibilidad. La frase literal del estudio citada antes lo resume con claridad: “La adopción de IA podría conducir a un uso adicional de energía de 28 PJ y a 896 ktCO2…”
Además, los artículos divulgativos que han comentado el estudio coinciden en que la IA podría ayudar a acelerar tecnologías verdes, desde optimizar energías renovables hasta mejorar la gestión de redes eléctricas. Esta posibilidad convierte a la IA no solo en un reto a vigilar, sino en un instrumento útil en la transición climática, con un impacto energético menor del que muchos temían.
Referencias
- Harding, A. R. & Moreno-Cruz, J. (2025). Watts and bots: the energy implications of AI adoption. Environmental Research Letters, 20, 114084. DOI: 10.1088/1748-9326/ae0e3b