Roma no paga traidores: del mito de Viriato al asesinato de Julio César

Bien pregonaba el procónsul romano Quinto Servilio Cepión que un militar romano debía conseguir sus victorias con nobleza y no mediante artimañas y corruptelas. Podría parecer, pues, que los traidores no tenían cabida en el mundo romano, pero la realidad es que el Imperio se valió de ellos. Y tantas veces que hasta el concepto de traición fue adquiriendo forma jurídica y su legado pervive en los códigos legislativos actuales.
«Roma no paga traidores», una frase inmortal que encierra siglos de conspiraciones y traiciones políticas.
«Roma no paga traidores», una frase inmortal que encierra siglos de conspiraciones y traiciones políticas. Fuente: iStock (composición).

Traición! ¡Traición! —¡Por los dioses! ¿Qué ha pasado? ¿Viriato? Así imaginaba el escritor portugués João Aguiar el momento en que los lusitanos encontraban en su lecho el cuerpo sin vida de su líder, Viriato. Corría el año 139 antes de nuestra era y el jefe lusitano estaba al mando de la ofensiva que, desde la península ibérica, se oponía al creciente expansionismo de la República romana. Representado, en un relato que mezcla los hechos históricos con la épica de los grandes mitos, como un pastor que rozó la gloria del trono gracias a su valentía, Viriato cayó víctima de la traición de sus propios hombres y de la corrupción romana. Fueron tres de sus lugartenientes, Audax, Ditalcos y Minuros quienes degollaron al líder: cortaron el cuello porque era la única parte expuesta del cuerpo de Viriato, que dormía siempre con su armadura. 

Viriato los había enviado a negociar la paz con Quinto Servilio Cepión, el procónsul romano del momento. Pero Cepión los sobornó ofreciéndoles una recompensa a cambio de acabar con la vida de su jefe. Cuando, tras cumplir su promesa, acudieron a recoger su premio, el cónsul habría respondido con una célebre frase: Roma traditoribus non praemiat, esto es: «Roma no paga traidores». La expresión, ampliamente usada hoy día, se tiene por apócrifa. Aunque el historiador Diodoro de Sicilia, que escribía un siglo después de los hechos, mencionó en su narración una frase similar: «no cabe negociación ni recompensa alguna con gente que se comporta así». Es posible, en cualquier caso, que su inclusión en el relato tenga más que ver con la censura desde la propia Roma de la actitud de su cónsul Cepión que con lo realmente acaecido. Se suponía que un militar romano debería conseguir sus victorias con nobleza, y no mediante artimañas y corruptelas. Y esta respuesta añadida a posteriori quería subrayarlo. 

En cualquier caso, un recorrido por la historia de Roma bien podría servir como fondo para un tratado sobre la traición. Presente desde el mito fundacional, moduló la vida política en Roma hasta que cayó el último emperador, más de 1000 años más tarde. En este lapso, más que meros traidores, encontramos personajes convertidos en arquetipos de la perfidia o la deslealtad. Como Casio y Bruto, que dirigieron el complot contra César, a quienes Dante reserva lo más profundo de su infierno, junto a Judas Iscariote (ni más ni menos). Otros consideran héroes a los conspiradores: la historia está llena de interpretaciones enfrentadas y claroscuros. Mito o verdad, historia o panfleto, el relato sirve también para definir quién es el traidor —o la traidora— y quién un héroe o una víctima. Más allá de los nombres propios, en cualquier caso, durante ese tiempo el concepto de traición fue adquiriendo forma jurídica, y su legado pervive en los códigos legislativos actuales. Términos como el de lesa majestad o sedición hunden sus raíces en la historia de este pequeño pueblo del Lacio devenido en el Imperio más vasto conocido hasta su época. 

Judas Devolviendo las Treinta Piezas de Plata, de Rembrandt, 1629.
Las treinta monedas de plata recibidas por Judas a cambio de su traición son uno de los instrumentos de la Pasión de Cristo, o arma christi. Judas Devolviendo las Treinta Piezas de Plata, de Rembrandt, 1629. Fuente: Wikimedia Commons.

La primera traición

Proditionem amo, sed proditorem odi. «Amo la traición, pero odio al traidor» habría dicho Julio César, según nos cuenta Plutarco en su Vida de Rómulo. El filósofo e historiador (y magistrado, embajador o sacerdote del templo de Delfos) Plutarco recuerda estas palabras cuando nos narra el episodio que protagoniza la primera gran traidora de esta historia: Tarpeya, hija de Espurio Tarpeyo, comandante de la ciudadela romana en tiempos de Rómulo y Remo. Pero detengámonos un momento en ellos antes de proceder con Tarpeya. Los gemelos se asentaron en la Colina Capitolina en el año 753 a. C., dice la leyenda. Remo, no lo olvidemos, falleció el primer día tras la fundación de Roma, por las heridas infligidas por su hermano gemelo como castigo por saltarse sus normas (y el perímetro alrededor del monte Palatino que Rómulo había prohibido traspasar). ¿La primera traición? ¿Quién fue el traidor, el fratricida o el que provocó su ira no respetando su autoridad? Horacio, en los años 30 a. C., parece tomar partido cuando habla de «la sangre del inocente Remo»... Pero volvamos a Tarpeya. 

No había transcurrido mucho tiempo desde la fundación cuando Rómulo y los suyos se dieron cuenta de un pequeño detalle: sin mujeres, el nuevo asentamiento estaba condenado al fracaso. ¿Solución? El célebre rapto de las sabinas. Rómulo invitó a sus vecinos a un festival de juegos en la recién fundada ciudad. Llegaron los invitados, acompañados de sus mujeres sin sospechar nada hasta que, de acuerdo con lo planeado, cada romano secuestró a una mujer. Como es natural, los sabinos, con Tito Tacio al frente, no se quedaron de brazos cruzados. Cuando algún tiempo después decidieron atacar la ciudad contaron con una aliada intramuros: Tarpeya, hija del comandante de la ciudadela, que les abrió las puertas una noche. A cambio, reclamaba lo que los soldados sabinos portaban en su brazo izquierdo.

Sin duda pensaba en las alhajas de oro que lucían los guerreros, pero en su lugar se encontró sepultada bajo los escudos que llevaban en su brazo izquierdo. Tito Tacio fue el primero en lanzar el suyo, y le siguieron todos sus soldados hasta acabar con la vida de Tarpeya. La traidora había sido castigada por el beneficiario de sus acciones. Y su nombre sirvió para bautizar a la llamada roca Tarpeya (rupes Tarpeia, en latín): situada al sur de la colina Capitolina y con una altura de 25 metros, fue utilizada durante siglos para ejecutar a asesinos y traidores lanzándolos desde lo alto. 

Según el mito, cuando Remo saltó una de las murallas trazadas por su hermano gemelo para delimitar la ciudad, Rómulo le mató, convirtiéndose así en el fundador de Roma y su primer rey. Fuente: Wikipedia

¿Héroe del pueblo?

Entre aquellos que encontraron su fin en la roca Tarpeya se encuentra otro célebre rebelde: Marco Manlio Capitolino. Fue cónsul y se convirtió en héroe reconocido cuando, alertado por el graznido de sus gansos, descubrió a los galos que trataban de subir al Capitolio romano. Acompañado de un grupo de hombres, logró hacerlos huir. Esto ocurría en el año 390 antes de nuestra era. Sin embargo, solo cinco años más tarde, este noble patricio abandonó a los suyos y tomó partido por los plebeyos, enfrentando al pueblo contra la autoridad oligárquica que gobernaba Roma. Manlio escenificó su supuesto apoyo al pueblo con grandes aspavientos: pagó, por ejemplo, la deuda de un centurión que estaba a punto de ser apresado, y llegó a repartir parte de sus tierras al tiempo que acusaba a los senadores de haberse quedado con el oro incautado a los galos.

El objetivo era convertirse en héroe del pueblo para derrocar al gobierno de Roma… Aunque diversas fuentes aducen que, en realidad, lo que quería Manlio era terminar por erigirse él mismo en rey: una traición con mayúsculas en tiempos de la Roma republicana. Cuando fue mandado apresar, el pueblo se levantó en protestas, hasta tal punto que fue liberado: y los plebeyos ya tenían a su líder perfecto. El apoyo popular fue tal que, como muestra de apoyo, el pueblo se vistió de luto y se dejó crecer la barba en señal de protesta. Ego me patronum profiteor plebis, llegó a decir Marco Manlio Capitolino, según nos cuenta Livio en su Historia de Roma: «yo me proclamo patrono de la plebe». Pero la élite romana, temerosa de que la revolución en ciernes terminase por derrocar al gobierno patricio, lo llevó a juicio por traición. El desafío al Senado romano y al patriciado se saldó con una condena a praecipitatio: lanzado al vacío desde la Roca Tarpeya. 

La conjura de Catalina

El caso de Manlio guarda ciertas similitudes con un amago de revolución sucedido trescientos años más tarde. La célebre conjura de Catilina, en la que ese aristócrata — c u y o linaje, aseguraba, se remontaba a los primeros fundadores de Roma— quiso pasar también por aliado del pueblo para erigirse en mandatario único. En el año 63 a. C. Lucio Sergio Catilina se encuentra sumergido en un mar de deudas. ¿El motivo? Durante dos ocasiones había optado sin éxito al cargo de cónsul. Pero la campaña electoral —exitosa o no— exigía en aquella época fuertes inversiones de dinero. Y dos fracasos seguidos dejaron maltrecha la economía de Catilina. Como, por otro lado, la de tantos romanos de la época, que figuraban en las temidas listas de morosos. En un alarde populista, Catilina prometía cancelar todas las deudas —gran afrenta para los terratenientes— y, también, eliminar a la clase dirigente e, incluso, incendiar la ciudad entera. No se andaba con chiquitas. Pero enfrente se encontró a un rival de la talla de Cicerón. Gran orador que se encargó de dejar para la posteridad un retrato de Catilina que lo convierte en el paradigma del villano. El con sus características togas blancas.

En su Divina comedia, Dante reserva lo más profundo del infierno para los traidores. Entre ellos, Casio y Bruto, líderes del complot contra César.
En su Divina comedia, Dante reserva lo más profundo del infierno para los traidores. Entre ellos, Casio y Bruto, líderes del complot contra César. Dante y sus poemas de Domenico di Michelino. Fuente: Wikimedia Commons.

Las primeras palabras de ese discurso han pasado a la historia: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? («¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?»). Y el traidor quedó retratado para la posteridad, en un discurso tan brillante como maniqueo que no atiende a los motivos que hay detrás de aquel alzamiento: en aquella Roma de finales del milenio existían profundos problemas sociales, que obvia Cicerón. Y, si Catilina tuvo apoyos entre aristócratas endeudados y clases plebeyas, fue porque no era el único que discutía un sistema que primaba el bienestar de algunos pocos sobre otros muchos. ¿Traidor o revolucionario? Seguramente ambas cosas, como ocurre tan a menudo. Y, como muestra, el lúgubre final del propio Cicerón, solo dos décadas más tarde de erigirse en salvador de Roma. En los convulsos tiempos que siguieron al asesinato de Julio César, el triunvirato formado por Octavio, Antonio y Lépido condenó a muerte a Cicerón: su cabeza y su mano derecha fueron exhibidas en el Foro. 

¿Qué pasó durante esas dos décadas para que se diera este giro de la historia? Nada más y nada menos que la gran traición que nos ha legado la historia de Roma: el asesinato de Julio César a manos de los senadores. Han quedado grabados como protagonistas los nombres de Marco Junio Bruto y su amigo Cayo Casio Longino, pero fueron dos decenas los que participaron directamente en el magnicidio, aquel famoso 15 de marzo del año 44 a. C., los idus de marzo en el calendario romano. César, gran reformador y guerrero con afán de expansión territorial, se había convertido por entonces en dictador vitalicio, encendiendo las iras de parte del Senado que seguía defendiendo los valores de la República.

El día clave no fue un ejemplo de organización efectiva: los nervios hicieron que las dagas destinadas a César no siempre acertaran el blanco, y el propio Bruto recibió una puñalada accidental. Pese a todo, César cayó (con su célebre frase: Tu quoque, fili mei?) y la ciudad se sumió en el caos. Bruto y Casio se vieron obligados a huir. Los presuntos salvadores de la República fueron declarados traditores y perseguidos por Octaviano —sobrino y heredero de César— y Marco Antonio. Ambos, Bruto y Casio, terminarían suicidándose tras la derrota. Y Octaviano y Marco Antonio terminarían también enfrentados en una larga historia de amores y traiciones que alcanzó los confines más remotos del ya casi Imperio: Octaviano, rebautizado como Augusto, fue su primer emperador oficial.

Los enfrentamientos alcanzaron desde Módena hasta Tarsos. Hubo pactos y enfrentamientos, amores y matrimonios (Marco Antonio se casó con Octavia, la hermana de su rival); armas y propaganda: Marco Antonio llegó a decir que Octaviano, adoptado por César, había falsificado los documentos que lo demostraban. Octaviano respondió acusándolo de traición por apropiarse de territorios romanos y se esforzó en hacer ver que era una amenaza para el pueblo romano, ya que pretendía convertirse en rey del sector oriental del Imperio junto con Cleopatra. En julio del año 30 antes de nuestra era, Octaviano invadió Egipto. Las legiones de Marco Antonio desertaron el 1 de agosto y él se suicidó, siguiendo la tradición de arrojarse sobre su propia espada, pensando que Cleopatra había muerto ya. No era cierto, pero ocurriría pocos días más tarde, siguiendo otra tradición: la muerte ritual por mordedura de la víbora áspid. En Roma aguardaban cinco siglos de Imperio… y traiciones.

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