Durante más de cuatro milenios, en las áridas tierras del suroeste de Texas y el norte de México, cientos de generaciones de pueblos indígenas dejaron una huella profunda y duradera en las paredes de piedra caliza de los cañones del río Pecos. Un nuevo estudio publicado en Science Advances ha revelado lo que podría considerarse una de las más largas tradiciones artísticas ininterrumpidas del mundo: una serie de murales monumentales, cuidadosamente pintados según reglas estrictas y un simbolismo sofisticado que sobrevivió a cambios drásticos de clima, tecnología y formas de vida.
La investigación, liderada por un equipo interdisciplinar de arqueólogos, químicos y antropólogos, ha conseguido por primera vez establecer con precisión una cronología de este arte rupestre, conocido como el estilo del río Pecos. Gracias a técnicas avanzadas de datación por radiocarbono y análisis estratigráfico, los expertos han demostrado que estos murales comenzaron a realizarse hace casi 6.000 años y que su producción se mantuvo activa hasta aproximadamente el año 1000 d.C., un lapso equivalente a 175 generaciones humanas.
Un arte que no era solo arte: la cosmovisión plasmada en piedra
Los murales del estilo Pecos no son simples decoraciones o escenas de caza. Se trata de composiciones complejas y cuidadosamente organizadas, repletas de figuras antropomorfas, animales simbólicos, elementos rituales y figuras enigmáticas que escapan a una lectura superficial. Lejos de ser obras individuales aisladas en el tiempo, los análisis han demostrado que muchas de estas pinturas fueron creadas de forma simultánea, probablemente en ceremonias comunitarias, respetando siempre una secuencia estricta en la aplicación del color: negro, luego rojo, después amarillo y, finalmente, blanco.
Estos detalles no son meros tecnicismos. Lo que está en juego aquí es una continuidad cultural asombrosa: los murales representan una cosmovisión —una forma de entender el universo, el tiempo, el mundo espiritual y las fuerzas de la naturaleza— que se mantuvo prácticamente intacta a lo largo de más de 4.000 años. Mientras en Europa pasaban del Neolítico a la Edad del Hierro y nacían y caían imperios, en estos cañones apartados del continente americano, generaciones de artistas seguían usando los mismos símbolos, las mismas reglas y, probablemente, contando las mismas historias.

Pinturas como oraciones: el lenguaje visual de los pueblos del cañón
Una de las características más llamativas de este arte es su fuerte carga simbólica. Las figuras humanas aparecen ataviadas con tocados que recuerdan orejas de conejo, lanzas ceremoniales, haces de varas o “paquetes de poder” que se proyectan desde sus brazos. A menudo, estas imágenes se combinan con animales míticos o reales, y con signos abstractos como puntos, arcos dentados o escaleras de un solo poste. La composición no parece ser aleatoria: todo indica que los pintores seguían una gramática visual rigurosa, una especie de escritura simbólica para expresar mitos, transmitir rituales y afianzar la cohesión social.
El hecho de que estas reglas iconográficas se hayan respetado durante tantos siglos apunta a una transmisión de conocimiento altamente controlada. Cada nuevo pintor debía aprender no solo las técnicas, sino también los significados ocultos detrás de cada trazo y color. Como si cada mural fuese un libro sagrado abierto en la piedra, los cañones del río Pecos se transformaron en una biblioteca ancestral, accesible solo para quienes sabían leer sus signos.
El entorno en el que se encuentran estos murales —los cañones del Bajo Pecos— no es casual. La geografía de la región, con sus profundos barrancos, fuentes permanentes de agua y abrigos naturales en la roca caliza, está impregnada de significado espiritual. En muchas culturas indígenas, estos paisajes escarpados son considerados lugares de poder, portales hacia el mundo espiritual, moradas de ancestros o centros de conocimiento. La elección de estos espacios para pintar no fue práctica, fue simbólica.
Algunos murales alcanzan tamaños colosales: más de 30 metros de largo y hasta 6 de altura. Realizar esas obras exigía organización comunitaria, andamiajes y materiales específicos. La dedicación requerida para producir estas composiciones refuerza la hipótesis de que eran actos rituales, posiblemente ligados a eventos colectivos, como ceremonias estacionales, iniciaciones chamánicas o encuentros entre distintos grupos.

Además, los estudios han confirmado la presencia de ingredientes orgánicos en las pinturas, lo que permitió su datación y sugiere que los pueblos usaban compuestos como grasa animal o savia de plantas como aglutinantes para fijar los pigmentos minerales. Esto implica no solo conocimiento químico empírico, sino también una intención clara de permanencia.
4.000 años de resiliencia cultural
Lo más asombroso del descubrimiento no es solo la antigüedad de estas pinturas, sino su longevidad como sistema cultural. La continuidad del estilo Pecos atraviesa transformaciones ambientales severas, desde períodos de sequía extrema hasta épocas de mayor humedad; así como cambios en la tecnología de caza —con el paso de las puntas de lanza al arco y flecha— y variaciones en los patrones de asentamiento.
Y aun así, los murales se siguieron pintando con la misma lógica y los mismos símbolos. Esta resiliencia cultural ha llevado a los investigadores a proponer que el estilo Pecos representa una de las manifestaciones más tempranas y duraderas de una cosmovisión panamericana, precursora de las concepciones religiosas y míticas que más tarde se desarrollarían en civilizaciones como la mexica o la maya. Es posible que estos murales sean el primer testimonio visual conservado de ese “núcleo duro” de creencias compartidas por muchos pueblos indígenas de América.

Lejos de ser simples restos arqueológicos, para muchas comunidades indígenas actuales estos murales son entidades vivas. Se consideran manifestaciones sagradas, seres con conciencia que siguen hablando y actuando en el mundo, guardianes de la sabiduría ancestral. En este sentido, no se trata de arte muerto, sino de una presencia espiritual activa.
Este estudio, que convierte al estilo Pecos en una de las tradiciones pictóricas más largas jamás documentadas, no solo reescribe la historia del arte americano, sino que invita a repensar el papel de los pueblos nómadas como guardianes de culturas complejas y duraderas. En vez de efímeros cazadores-recolectores, lo que vemos en los cañones del río Pecos es una civilización gráfica de larga duración, silenciosa pero poderosa, que dejó en los muros su mapa del universo.
El estudio ha sido publicado en Science Advances.