Durante el reinado de Fernando III, los castellanoleoneses conquistaron todo el valle del Guadalquivir y anexionaron el reino de Murcia a la Corona, lo que suponía recuperar una buena parte del corazón de Al-Ándalus. El monarca pensaba que había una forma más inteligente de acrecentar su poder que el enfrentamiento directo con los musulmanes.
En 1246, Fernando III firmó el Pacto de Jaén con Granada, el último poder islámico importante que quedaba en la península. El pacto implicaba que el rey musulmán se convertía en vasallo del rey de Castilla. Su objetivo era extender su dominio político y esa expansión no implicaba la masacre o la eliminación física del adversario. La última gran empresa militar del monarca de Castilla y León fue la conquista de Sevilla en 1248. «Ninguna de las órdenes militares podía faltar a la cita y, junto a los casi siempre habituales caballeros calatravos y santiaguistas, encontramos a los alcantarinos, templarios, hospitalarios e incluso a los caballeros teutónicos», escribe Enrique Rodríguez-Picavea en su libro Los monjes guerreros en los reinos hispánicos.
La violencia de guerra fue una constante en el reinado de Fernando III. Pero el monarca castellanoleonés también favoreció la idea de pacto y de capitulación. Pensaba que, siempre que quedaran bajo su dominio, podía incorporar territorios y ciudades sin evacuar a sus habitantes al Magreb. Es verdad que hubo expulsiones, como la de la mayor parte de los habitantes de Sevilla, pero en el ámbito rural andaluz permaneció una gran masa de población mudéjar que pudo seguir cultivando sus tierras. Aunque, eso sí, pagando los tributos correspondientes.

Los términos de las capitulaciones desvelan que no hubo ninguna presión de la Iglesia para que el rey de Castilla y León impusiera la conversión de la población mudéjar. Esa idea de conversión se haría más evidente durante el reinado de Alfonso X. Pero se trataría de una evangelización que no se iba a ejercer a la fuerza, tal y como estableció el propio monarca en Las Partidas, donde afirmó que no era aceptable la conversión del islam al cristianismo bajo fuerza, presión o amenazas. Esta debía producirse por convencimiento y a través de las predicaciones en los territorios cristianos donde vivían mudéjares.
Mientras los reinos hispánicos avanzaban en su esfuerzo de reconquista en la península ibérica, el Temple siguió incrementando su poder en Europa y en Tierra Santa. Desde su fundación, la Orden desarrolló una serie de sistemas para gestionar su creciente patrimonio y manejar las grandes cantidades de dinero que provenían de las donaciones.
Durante décadas, los templarios tuvieron que ingeniárselas para reunir efectivo en Europa y enviarlo a su sede central en Tierra Santa, un proceso que convirtió a algunos monjes-soldados en hábiles financieros. Resultaban tan buenos y fiables en los asuntos relacionados con el dinero, que muchos de ellos prestaron servicios financieros a los monarcas europeos como tesoreros y limosneros. Las habilidades de estos últimos iban mucho más allá de la de ser meros encargados de distribuir alimentos entre los pobres. Durante la guerra del rey inglés Juan con sus barones (1214-1216), un templario fue el encargado de recaudar los derechos de porte y supervisar el comercio marítimo.
La banca templaria
La Orden ofreció a otros monarcas europeos servicios financieros que podían ir desde la concesión de préstamos a la custodia de objetos de valor. En Francia, los caballeros del Temple se encargaron de la tesorería real y de recibir los pagos de los impuestos, lo que demuestra lo importantes que eran para el buen funcionamiento administrativo de la Corona francesa. También hubo valedores de la cruz entre los mensajeros, los tesoreros y los jueces delegados de la Santa Sede.
Pero a mediados del siglo xiii, las donaciones que recibía el Temple fueron cayendo en picado, al mismo tiempo que la economía entraba en una grave crisis. Los monarcas europeos comenzaron a imponer leyes que impedían las donaciones a instituciones religiosas sin obtener previamente la autorización real. La medida se puso en marcha para impedir que las tierras que estaban sujetas al pago de tributos reales pasaran a manos de instituciones como las órdenes militares, que estaban exentas de dichos impuestos.
Demasiados gastos
Esos drásticos cambios redujeron los ingresos de los templarios a finales del siglo xiii y comienzos del xiv, lo que fue un gran problema para la Orden, cuyos gastos en Tierra Santa aumentaban al mismo ritmo que los ejércitos musulmanes incrementaban su presión contra los enclaves cristianos. Pese a los problemas económicos que empezaron a sufrir los caballeros de la cruz en los Santos Lugares, los cronistas de la época se cebaron con ellos. Muchos creían que la preocupación del Temple por el dinero era desmesurada. Aquellas críticas eran un anuncio de las represalias que iba a tomar la Corona francesa contra los templarios años después.
En 1244, los musulmanes volvieron a conquistar Jerusalén, pero los monarcas europeos, acuciados por problemas domésticos, apenas reaccionaron ante la pérdida de la Ciudad Santa. El rey Enrique III de Inglaterra se enfrentaba a las rebeliones de los escoceses y el monarca húngaro Bela IV luchaba por reconstruir su país tras el devastador ataque de los mongoles. El único rey europeo que reaccionó ante el peligro que se cernía en Palestina fue el francés Luis IX, que declaró su intención de defender los Santos Lugares. En 1245, se celebró el concilio Ecuménico de Lyon, presidido por el papa Inocencio IV, en el que se convocó la Séptima Cruzada.
Al igual que habían hecho treinta años antes, los cruzados desembarcaron en el delta del Nilo, tomaron la ciudad de Damieta y asentaron su cuartel de campaña en las zonas pantanosas del delta. La campaña militar del monarca francés fue un completo fracaso. Los mamelucos acabaron con parte de su ejército y Luis IX fue hecho prisionero. La Corona francesa y el Temple tuvieron que aportar una cuantiosa suma de dinero para liberar al monarca, que poco después regresaría a Francia.
Tres años después de la victoria castellanoleonesa sobre los almohades en Las Navas de Tolosa, en Asia central se produjeron importantes acontecimientos que a medio plazo iban a convulsionar los cimientos del islam. En el año 1215, el jefe mongol (tártaro) Genghis Khan unificó las tribus de las estepas y creó un gran Imperio. Uno de sus sucesores, llamado Mongka, organizó dos ejércitos al mando de sus hermanos Kublai Khan, que invadió China, y Hulagu, cuyas tropas aniquilaron el califato abasí de Bagdad.
Kublai Khan, que ya profesaba la fe islámica, se proclamó emperador de la dinastía china Yuan, pasando los territorios del gigante asiático a formar parte de un enorme imperio que se extendía desde el mar de China Oriental, cruzando toda Asia, hasta Polonia, Hungría y Bohemia. La ruta de la seda volvió a cobrar gran importancia y fue en aquella época cuando Marco Polo pasó 21 años al servicio de Kublai Khan.
Al mismo tiempo que el gran Khan invadía China, su hermano Hulagu dirigió sus ejércitos hacia los territorios selyúcidas del sultanato turco de Rüm, derrotándolo en la batalla de Kose Dag (1243).

Mongoles hacia Tierra Santa
Una vez fueron aniquilados los selyúcidas, Hulagu encaminó a sus tropas hacia Bagdad, derrocando a la dinastía abasí. Además de provocar la destrucción de la capital del califato (1258) y una gran devastación en la parte oriental del Imperio, la victoria de los mongoles hizo que el islam se replegara sobre sí mismo. Por primera vez, los seguidores del Profeta sintieron que su propia supervivencia estaba amenazada.
El vertiginoso avance del ejército mongol con el apoyo de los cristianos de Armenia estaba a punto de lograr lo que no habían podido resolver siete cruzadas en algo más de cincuenta años. Sin embargo, aquel escenario desfavorable al islam dio un vuelco inesperado en septiembre de 1260, cuando el ejército mongol fue derrotado por los mamelucos en la batalla de Ain Jalut (Pozo de Goliat), cerca del río Jordán. Cinco días después de la batalla, los mamelucos liberaron Damasco y pusieron en marcha un plan para asesinar a la población cristiana de Siria. La victoria musulmana puso fin a las ambiciones mongolas en Tierra Santa.
En la segunda mitad del siglo xiii comenzaron a sentirse los primeros síntomas de la grave crisis económica que afectó a Europa durante la Baja Edad Media. Fue el momento en que arreciaron las críticas a los templarios por su avaricia y su obsesión con el dinero.
Bajan las donaciones
La llegada de peregrinos a Tierra Santa cayó en picado y los hermanos del Temple centraron sus esfuerzos en defenderse de los ataques externos, tanto de los musulmanes como de algunos reinos europeos. Las donaciones a la Orden disminuyeron y los templarios tuvieron grandes problemas para hacer llegar fondos económicos a los enclaves que todavía controlaban en Tierra Santa.
En 1268, el líder mameluco Baibars conquistó Antioquía, que durante dos siglos simbolizó el éxito de la cristiandad en Palestina. Los caballeros del Temple abandonaron sus castillos de Baghras y la Roca de Russole, lo que anunció el fin de su presencia en Tierra Santa. En aquel momento crucial, el monarca aragonés Jaime I organizó una nueva Cruzada en 1269. Pero una tormenta afectó gravemente a la flota que se dirigía a Palestina, lo que obligó al monarca aragonés a volver a Barcelona. Pese a todo, algunos de sus hombres prosiguieron el viaje hasta Acre, aunque su protagonismo en Tierra Santa fue prácticamente nulo.
Por su parte, el rey Luis IX de Francia organizó una nueva Cruzada en Túnez para iniciar desde allí la conquista de Tierra Santa. De esa manera pretendía aliviar su mala conciencia por el fracaso que experimentó veinte años antes en su intento de recuperar Jerusalén, pero falleció poco después, lo que supuso el drástico final de la nueva aventura militar cristiana en los Santos Lugares. Mientras tanto, el ejército de Baibars conquistó el inexpugnable castillo hospitalario del Krak. Esta pérdida fue un duro revés a los esfuerzos del Temple y del Hospital por asegurar la presencia cristiana en Palestina.
En 1277, el legendario Baibars fue envenenado, proporcionando una tregua momentánea a los cristianos. Pero dos años después, su sucesor, Qala’un, nuevo sultán de Egipto, reinició la ofensiva contra los cristianos tomando Trípoli. En aquel momento, los territorios en poder de los cristianos se habían reducido a una estrecha franja costera de apenas veinte kilómetros de ancho en la que destacaba la ciudad de Acre, el último bastión de los templarios en Tierra Santa.
Defensa de acre
El nuevo maestre de la Orden, Guillermo de Beaujeu, organizó la defensa cristiana en Acre, cuya poderosa muralla y ubicación a espaldas del mar la hacían casi inexpugnable. En el centro de la ciudad se encontraba la fortaleza del Temple, sede central de los templarios desde que se perdió Jerusalén. Aunque bien resguardados, los cristianos tenían pocas probabilidades de sobrevivir a un largo asedio. Enrique II, rey de Chipre, pidió ayuda a los reinos cristianos y al papa, pero las coronas europeas tenían otros problemas internos y poco hicieron por socorrer a sus hermanos de Tierra Santa. A la ciudad palestina solo llegaron un puñado de aventureros y cinco galeras enviadas por el rey de Aragón. El 5 de abril de 1291, el nuevo sultán de Egipto al-Ashraf Khalil, hijo de Qala’un, que había fallecido poco antes, encabezó un ejército integrado por cuarenta mil jinetes y más de ciento cincuenta mil hombres, una cifra espectacular para la época.

Poderoso ejército musulmán
Frente a ellos se encontraban unos pocos miles de templarios, hospitalarios, venecianos, genoveses, franceses, ingleses y un puñado de caballeros del rey de Chipre. Poca cosa ante la maquinaria bélica que desplegaron los mamelucos, que incluía todo tipo de artilugios de asedio y catapultas capaces de lanzar enormes piedras a más de trescientos metros de distancia. Tras varios días de sufrir el acoso de las catapultas, los templarios organizaron una salida para destruir alguno de aquellos infernales ingenios. Pero el ataque sorpresa fue un desastre. Semanas después, el rey de Chipre llegó al puerto de Acre con víveres y soldados de refuerzo. Se intentaron establecer negociaciones con el sultán, pero fueron infructuosas. Los continuos bombardeos comenzaron a hacer mella en las murallas de Acre. El 8 de mayo, la Torre Maldita fue destruida y diez días después el maestre del Temple murió en una refriega.
La situación se hizo tan insostenible que los cristianos iniciaron la huida en barco, aunque no todos tuvieron la suerte de embarcar a tiempo. El sargento templario Roger de Flor capturó una galera propiedad del Temple con la que hizo un gran negocio cobrando pasaje a todos aquellos que intentaban huir de la encerrona de Acre. Por aquel delito, Roger de Flor fue expulsado de la Orden. A partir de entonces, De Flor fundó un célebre ejército de mercenarios que sembró el terror en el Egeo a comienzos del siglo xiv.
Los que no pudieron escapar de la ciudad se defendieron en la fortaleza del Temple. El sultán los engañó, prometiéndoles que respetaría sus vidas si entregaban el edificio. Parte de los agotados defensores cedieron a la propuesta y se entregaron en las puertas de la ciudad, siendo decapitados de inmediato. Poco después, los últimos resistentes fueron masacrados por las tropas mamelucas. El 28 de mayo de 1291, al-Ashraf Khalil hizo su entrada triunfal en la ciudad, donde ya no quedaba un solo cristiano con vida. Los templarios tuvieron que replegarse a Chipre, donde organizaron su nueva sede. La caída de Acre simbolizó el final de la presencia del Temple en Tierra Santa.
En 1293, la Orden organizó a toda prisa un proceso electoral para elegir a un nuevo maestre. Al cargo accedían dos candidatos: Hugo de Peraud, tesorero de la encomienda de París y amigo del rey Felipe IV de Francia, y Jacques de Molay. El proceso de elección fue turbulento, sobre todo por las presiones que ejerció Felipe IV para que fuera elegido su protegido. Finalmente, los hermanos votaron a favor de De Molay, una grave afrenta que no iba a olvidar el monarca francés.
Freno al dominio mameluco
En otoño de 1299 se organizó una fuerza de choque, compuesta por mongoles, armenios y templarios, que se enfrentó al poderoso ejército mameluco en la batalla de Hims, que se libró entre Alepo y Damasco el 22 y 23 de diciembre de aquel año. Los musulmanes fueron derrotados y, durante un tiempo, el sur de Siria y el norte de Palestina quedaron en manos de los mongoles y cristianos. Para gran sorpresa de los reinos europeos, el maestre del Temple, Jacques de Molay, entró de nuevo en Jerusalén en 1300.
Pero no había tropas suficientes para mantener aquel simbólico enclave para la cristiandad. El papa no convocó una nueva Cruzada y los templarios tuvieron que volver a abandonar la Ciudad Santa. Tres años después, los cristianos y mongoles fueron derrotados por los musulmanes en la batalla de Marj as-Saffar, muy cerca de Damasco. La victoria del islam fue de tal contundencia que los templarios se vieron abocados a regresar definitivamente a Chipre. Por aquel tiempo, el rey de Francia, Felipe IV, comenzó a maquinar su plan para destruir al Temple.

La corte francesa
Felipe IV se había enfangado en numerosas guerras que fueron vaciando las arcas de la Corona. Asimismo, pidió dinero a los templarios para organizar la dote de su hermana Margarita, que se casó con el rey Eduardo I de Inglaterra. El rey francés sabía que no podría devolver las enormes sumas de dinero que le había prestado el Temple. Además, tampoco podía exigir impuestos a la Iglesia, ya que el papa Bonifacio VIII había publicado una bula que penaba con la excomunión a quien exigiera tributos extraordinarios al clero sin permiso de la Santa Sede.
En 1297, el monarca francés expulsó al obispo de París e impuso un nuevo impuesto a la Iglesia que también afectaba al patrimonio de los templarios. Mientras los agentes de la Corona francesa iniciaban una campaña de desprestigio del Santo Pontífice, al que acusaban de sodomía y herejía, la Santa Sede reaccionó excomulgando a Felipe IV. Bonifacio VIII murió poco después y fue nombrado como su sucesor Benedicto XI, que fue envenenado en julio de 1304. Angustiado por los extraños acontecimientos que se habían producido en Roma, el nuevo papa, Clemente V, se plegó a los deseos de la Corona francesa.
Sin el apoyo expreso del papado, los templarios poco pudieron hacer ante los rumores que hizo correr el monarca francés sobre su conducta. Entre otras cosas, los miembros del Temple fueron acusados de sodomía, de escupir a crucifijos, de adoración satánica y de practicar rituales heréticos. En 1307, más de un centenar de templarios fueron detenidos en París. Durante semanas fueron torturados para que confesasen sus pecados. La Corona francesa trató de convencer a los reyes cristianos para que arrestaran a los templarios de sus respectivos reinos.
Ocaso templario
Es probable que Felipe IV temiese el gran poder e influencia que había adquirido el Temple en los últimos cien años, lo que explicaría su interés en desacreditarlo. Pero la causa fundamental de su ataque fue la necesidad que tenía de hacerse con las supuestas riquezas que atesoraban los caballeros de la cruz en Chipre y Francia. El concilio de Vienne de 1312 acordó la disolución de la Orden. Los templarios que no fueron ejecutados pasaron a depender de otras órdenes militares, como la de Montesa en la península ibérica. El 18 de marzo de 1314, el maestre Jacques de Molay y una treintena de templarios fueron quemados en una pequeña isla del río Sena. Tras casi dos siglos de existencia, la Orden del Temple desapareció por completo. La crónica atribuida a Godofredo de París refleja las historias que circulaban por la capital francesa cuando De Molay fue ejecutado. Dicha crónica cuenta cómo ataron al maestre al palo sin que opusiera ninguna resistencia y lo que supuestamente dijo segundos antes de sufrir el suplicio: «Dios sabe que mi muerte es injusta y un pecado. Pues bien, en poco tiempo muchos males caerán sobre los que nos han condenado a muerte». Pocos meses después de la ejecución de Jacques de Molay fallecieron el monarca francés Felipe IV y el pontífice Clemente V.