Podemos imaginar que la vida en los tiempos de Altamira no debía ser nada fácil. Es verdad que, desde nuestro punto de vista actual, o por aquella especie de romanticismo que a veces generamos hacia los modos de vida tradicionales, nos parezca una vida idílica, en armonía con la naturaleza. Salir a cazar por la mañana y volver a la cueva con una buena pieza o ir a recolectar los frutos que la naturaleza les ofrecía. Luego, junto con el resto del grupo, sentarse alrededor del fuego para contar los avatares de la jornada de caza, escuchar las historias de los más sabios y saborear un buen filete de ciervo a la brasa. Esta simplificación, que puede servir para contar a modo de cuento a los más pequeños, esconde una serie de cuestiones en las que merece la pena profundizar para acercarnos mejor a la vida real de aquellas personas que, eso sí, vivían en sintonía con la naturaleza, posiblemente sintiéndose uno más de todos los seres que habitaban su territorio.
Durante el Paleolítico superior (aprox. 35 000-11 000 cal BP), los humanos presentes en la península ibérica pertenecen a nuestra especie, los humanos anatómicamente modernos (Homo sapiens sapiens). En los tiempos en que se pintaron los bisontes de Altamira, ya hace milenios que nos encontrábamos solos en este territorio que durante algún tiempo pudimos compartir con nuestros primos los neandertales, que desaparecieron hace unos 30 000 años.
En general, en el Paleolítico superior, nos encontramos con un clima frío y, por lo tanto, debemos adaptarnos a unas temperaturas, un paisaje y una fauna condicionadas por la última glaciación (Würm o MIS-2). Es cierto que, en la península, a grandes rasgos, tenemos dos territorios diferenciados en base a los animales existentes. Por un lado, la zona cantábrica donde la cordillera hace de frontera natural para especies como el reno, el bisonte o el mamut, que se desarrollan en esta estrecha franja de tierra y el resto del continente europeo. Por otro lado, el resto de la península, donde esta fauna fría no ha conseguido penetrar y el dominio de los grandes herbívoros lo poseen el ciervo, el caballo, la cabra y el uro. Esa dualidad es especialmente visible en las imágenes que nos han llegado a través del arte rupestre y mueble, con un buen ejemplo en los icónicos bisontes de Altamira, pero no tanto cuando analizamos los restos de los animales cazados, como veremos más adelante.

Hábitat y movilidad
Adaptados a estos ecosistemas nos encontramos con grupos humanos con una economía basada en la caza y la recolección, pero también en la pesca y el marisqueo. Se trata de pequeños grupos familiares (familias amplias) nómadas que recorren su territorio anualmente para aprovechar de la mejor manera posible tanto los frutos silvestres estacionales como las migraciones de algunos animales.
Este nomadismo implica la existencia de diversos hábitats a los que se acude cíclicamente. Algunos, por su ubicación privilegiada o la riqueza de recursos en su entorno, serían paradas obligada. Otros podrían ser lugares en los que resguardarse puntualmente o paradas técnicas en el camino de los hábitats principales.
Desde la arqueología solemos diferenciar entre los lugares de hábitat más o menos estable, que podría ser de carácter estacional, y aquellos a los que se iría para realizar tareas puntuales, como podrían ser los denominados «altos de caza». En el primer caso se trata de hábitats con condiciones adecuadas para establecerse durante un periodo largo, en los que todo el grupo residiría de forma más o menos continuada durante diversas semanas o meses, realizando toda una serie de tareas domésticas relacionadas tanto con los recursos de su entorno más cercano como de los traídos de expediciones a territorios más alejados. Sería en estas expediciones en las que existirían estos «altos de caza», es decir, lugares ocupados de manera esporádica que se encontraban en el camino realizado para abastecerse de algún recurso, ya sea relacionado con la caza (seguimiento de manadas de animales) o con otros aspectos como el aprovisionamiento de materias primas (especialmente sílex) para fabricar los utensilios.
Respecto al aprovisionamiento de materias primas vale la pena destacar que los desplazamientos para abastecerse de sílex (la piedra más habitual para la fabricación de útiles) podían llegar a ser a distancias considerables. Si bien una parte del sílex solía provenir del territorio más cercano al asentamiento, hay que tener en cuenta que otra parte podía provenir de lugares muy alejados. Esto último sucedía especialmente cuando el entorno cercano no disponía de materias primas de calidad. Por ejemplo, en los yacimientos del entorno de Altamira se ha documentado que la mitad del sílex provenía de la costa de Vizcaya, a unos 100 km, llegando incluso a documentarse piezas provenientes de más de 300 km de distancia. En estos casos extremos es posible que sea el sílex el que se desplace de grupo en grupo a través de intercambios de materiales entre diversos territorios.
Lo más probable es que la primera imagen que nos venga a la cabeza cuando pensamos en un hábitat paleolítico sea una cueva. Efectivamente, muchas han sido el lugar escogido por esas sociedades humanas para realizar sus estancias puntuales o estacionales. Y la mayoría de los yacimientos conocidos se encuentran en ellas, pero esto se debe más a la facilidad que tenemos para encontrar evidencias arqueológicas en ellas que a la frecuencia de los hábitats de aquellas poblaciones. la realidad es que no debemos quedarnos únicamente con esa clásica imagen de la cueva profunda, ya que tanto los abrigos rocosos como los campamentos al aire libre eran tan usados como las propias cuevas.
La dificultad principal que tenemos los arqueólogos está en descubrir estos asentamientos al aire libre, en muchas ocasiones ocultos bajo densa vegetación o metros y metros de sedimentos que impiden su localización. Se trata de hallazgos escasos, pero que nos aportan una información muy valiosa sobre los diferentes aspectos de la movilidad territorial y la organización de los asentamientos.
A nivel general, los datos arqueológicos permiten observar que estos lugares de hábitat poseían espacios específicos para realizar las diversas actividades cotidianas. En unos lugares se realizaría la talla del sílex, incluso pudiendo diferenciar zonas donde se ubicaban los aprendices y los maestros/as (como en algunos yacimientos al aire libre de la cuenca de París). En otros espacios se realizaba el procesado de la carne, tanto su extracción como el posible secado para su conservación. Habría lugares para el trabajo y curtido de las pieles o la fabricación de útiles de madera, por desgracia casi nunca conservados en los yacimientos. Eso sí, todas estas labores se realizaban casi siempre cerca de los fuegos que arderían de manera continuada.
Por otro lado existirían los lugares con un significado especial, muchas veces en lo más profundo de las cavidades, donde se realizarían actividades en las que el simbolismo jugaría un papel muy importante, ya sea de carácter ritual, educativo o con algún otro objetivo que no podemos determinar.

Alimentación
Los humanos del Paleolítico superior tenían a su disposición una gran despensa. Los variados ecosistemas que podemos encontrar entre las zonas costeras y la alta montaña ofrecían numerosos recursos de los que abastecerse.
Aunque a veces definimos la economía del Paleolítico superior como de amplio espectro, en realidad se observa una evolución a lo largo del periodo, que pasa de una caza poco selectiva en las primeras etapas a una caza más especializada a medida que avanzamos en el tiempo, especialmente en el Magdaleniense. Esta especialización no impide que en los yacimientos se documenten restos de un buen número de especies diferentes, que se incrementa hacia el final del Paleolítico. Entre los animales terrestres, los grandes ungulados son los que proporcionaban una mayor cantidad de carne por individuo. En la zona cantábrica se podría hablar de un predominio de la caza del ciervo, seguido por el caballo, la cabra montés y el rebeco. Especies bastante presentes en las representaciones artísticas como los bisontes tienen una baja incidencia entre los restos recuperados. En otras zonas peninsulares, como la costa mediterránea, el ciervo y la cabra montés dominaban claramente entre los grandes herbívoros, seguidos por los caballos, que se incrementan en los periodos más fríos.
Mención aparte merece un animal en el que no solemos pensar cuando nos hablan de la caza paleolítica. Se trata del conejo, que especialmente en las zonas mediterráneas, se sitúa claramente a la cabeza de la caza del Paleolítico superior. En la mayor parte de los yacimientos de este periodo los restos de lagomorfos (conejos y liebres, pero muy especialmente los primeros) superan el 80 % de los animales cazados, por lo tanto, muy por encima de los grandes herbívoros. Se trata de una especie que era muy abundante y que no requiere de técnicas demasiado complejas para su caza, tanto con armamento como mediante el trampeo, por lo que era un recurso de primer orden para la alimentación del grupo. Además, su elevado índice de reproducción aseguraba una presencia constante. A partir de los datos arqueológicos recuperados en diversos yacimientos mediterráneos se ha propuesto que la carne de los conejos se conservó mediante técnicas de ahumado, lo que permitiría el almacenamiento de este alimento.
La pesca y el marisqueo eran otros de los pilares sobre los que se asentaba la economía del Paleolítico superior. Los principales datos los obtenemos de aquellos yacimientos que se encuentran cerca de la costa. Especialmente aquellos en los que en momentos de máximo frío, en el que el nivel del mar descendió de manera importante, se mantuvieron a una corta distancia de la costa por poseer una plataforma marina abrupta.

En diversos yacimientos, tanto de la zona cantábrica como mediterránea, se ha documentado el consumo de mamíferos marinos como el delfín o la ballena, pero también de focas. Asimismo, encontramos restos del consumo de diversas especies de peces en un buen número de yacimientos.
El marisqueo era otra de las actividades importantes en estos lugares, una actividad que se incrementará de manera importante hacia finales del Paleolítico con la aparición de los denominados concheros, niveles arqueológicos formados por grandes acumulaciones de conchas marinas, muchas veces acompañadas por caracoles terrestres, cuyo consumo también se incrementa (especialmente en la zona mediterránea) a finales del Paleolítico superior. Hay que tener en cuenta que el marisqueo es una actividad fácil de realizar y con una gran estabilidad en su productividad.
La recolección era el otro gran pilar de la economía paleolítica. El aprovechamiento de una gran diversidad de frutos silvestres está atestiguado por los restos de semillas conservadas en muchos yacimientos. Frutos como avellanas, bellotas, piñones, endrinas o azarollos son comunes en estos momentos. Algunos de estos frutos, como las avellanas, se incrementan de manera muy importante hacia finales del Paleolítico, a medida que remiten los fríos de la plena glaciación. Un caso particular es el documentado en la Cueva de Nerja (Málaga) hacia finales del Paleolítico superior, donde se ha documentado la recolección de piñas con el objetivo de obtener los nutritivos piñones. Este caso, junto con la documentación en otros yacimientos del consumo de plantas medicinales o ricas en algunas vitaminas y minerales, nos muestran el gran conocimiento que estas poblaciones tenían de su entorno natural.
En resumen, los datos que hemos expuesto en este artículo nos permiten observar la gran complejidad de los modos de vida de las mujeres y los hombres que habitaron nuestro territorio durante el Paleolítico superior. De lo que no hay duda alguna es de que se trataba de gentes perfectamente adaptadas a sus entornos y conocedoras de todos los secretos que escondía su territorio, desde los lugares donde abastecerse de sílex, las rutas seguidas por las manadas de animales o las propiedades de las plantas que existían en los bosques.